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CARLOS G. REIGOSA
León

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NO SE pueden entender los malos pasos de Irán sin tener en cuenta el pasado imperial persa y un presente en el que, desde hace 27 años, los iraníes terminan su rezo de los viernes con el grito de «¡Muera América!». Sólo desde este conocimiento es posible comprender las bravatas del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, cuando habla de la necesidad de «borrar del mapa a Israel» o cuando afirma que «el régimen sionista está en vías de ser eliminado» y que «Israel es un árbol podrido y seco que caerá como una tormenta». El veterano líder israelí Simon Peres dijo recientemente que «Ahmadineyad va a acabar como Sadam Huseín». Y esto es posible, pero los desvaríos del presidente iraní tienen un origen y una explicación diferentes a los del sátrapa iraquí. Hace 2.500 años, la civilización persa alcanzaba su apogeo con Ciro el Grande (tras la derrota de Nabucodonosor y la conquista de Babilonia), y desde entonces -y a pesar del tiempo transcurrido-, la grandeza de Ciro el Grande no se ha desvanecido en la memoria del pueblo persa. Y no sólo no se ha desvanecido sino que -en unos términos quizá poco cabales- es la que ahora quieren recuperar los líderes iraníes. Incluso al precio de provocar un desastre en su propio país. El intento de desarrollar armas atómicas (para recobrar la preponderancia en la zona) es la plasmación clara de ese viejo anhelo. La historia de Irán es, también, la historia de esa sensación de pérdida. Tras un incremento de las adversidades en el siglo XIX, la esperanza empezó a renacer después de que en 1908 se descubriese abundante petróleo en su subsuelo. La dinastía Pavlevi encarnó este sueño, uniéndose primero con la Alemania de Hitler y después con Estados Unidos, hasta que a comienzos de 1979 los ayatolás le dieron sha mat (jaque mate, en la versión del ajedrez y que significa justamente «rey derrocado»). Hasta ese año, el país se había convertido en una pequeña potencia militar, bien abastecida por Estados Unidos. Después, con la llegada del ayatolá Jomeini, EE. UU. pasó a ser «el gran Satán». Y en esas seguimos. Con Ahmadineyad concitando todas las furias sobre el gran sueño persa, tan irrenunciable como mal interpretado. Seguiremos.

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