CRÉMER CONTRA CRÉMER
Enrique Estrada ha muerto
LO SÉ Y LO COMPRENDO: Todos hemos de morir, por las buenas o por las malas, sea noche cuajada de estrellas y de vaticinios día luminoso y agresivo. La muerte, como decía Lorca, nos está esperando a las puertas de la Ciudad a la cual se encamina mi destino. Lo cual no es óbice para que el superviviente acoja la noticia de la muerte del amigo con un cierto estremecimiento, acaso por aquello tan real pese a su acento rural: y es que cuando las barbas de tu vecino veas pelar, echa las tuyas a remojar y tus pensamientos a descubrir cuál puede ser el final del último viaje. Estoy persuadido, estoy seguro que el final de la travesía de Enrique Estrada fue la de encontrarse en algún lugar inesperado y desconocido con el maestro Velásquez o con Picasso, que también es destino bien ambicionado. Enrique Estrada era -era ya por desgracia porque ha muerto en León, su León de costumbre y de vocación- un pintor largo, quiero decir de impulso sostenido y de propósitos indomables. Pintaba no tanto lo que la naturaleza le deparaba como aquello que se inventada, porque la pintura, la haga quien la haga, es siempre pura invención, aún apareciendo como ejemplarmente realista. Enrique Estrada no era artista meramente imaginativo sino más bien henchido de problemas. Era, si se quiere, como sino, un problema, su propio problema. Porque en arte el que no transige con la fatalidad de su misión creadora, lo consiga o no, se queda en un mero copiador de lo que ve o de la que escucha, que la pintura, el arte en general, es también consecuencia de escuchar la palabra que salva y el rumor del viento y las estridencias del agua. Enrique Estrada era un pintor «de la secreta». Pasaba por la vida cuidadosamente, para no hacer ruido, para no interrumpir el quehacer del prójimo y cuando se sentía obligado a mostrar la obra que hacía, procuraba que no se convirtiera en un impetuoso afán de sobresalir. La modestia de Enrique Estrada era una de sus virtudes fundamentales. Y sin ruido, sin alardes, sin declamaciones hacia sus trabajos y les dejaba que se rehicieran en soledad. Y si escuchaba algún reparo, sonreía y le brillaba la mirada clara. Y nunca replicaba, como si considerara que no merecía la pena rebatir lo irrebatible, es decir aquello que se había creado con sangre, con ilusión y silencios de oro. Al cabo de más de ochenta años, que es edad de cerrar cuentas, Enrique Estrada decidió abandonar los pinceles, los caballetes, los muros de la patria mía, que diría con el maestro Quevedo y cerró los ojos, y apagó aquella su mirada de hombre fundamentalmente bueno, se hundió dulcemente en su silencio y su sonrisa. Me emocionó la noticia de su muerte, como me encogen el alma las informaciones que arrastran nombres queridos. Y no sé si alcanzará el lujo y la gloria mundanal de subir a las grandes antologías o simplemente su obra su recuerdo quedará como testimonio de honestidad profesional y humana. Sea lo que fuera, adiós amigo.