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HAY BONSAIS gigantes, descomunales, inabarcables... pero están aquí. Fueron tallados por siglos y por miles de manos agrarias y escultoras... pero se despiden. Sus troncas viejas son una mueca poderosa y teatral... pero rinden la función y un telón de incuria amenaza concluir la obra. Es el castaño, un inmigrante; que lo fue, que vino de Grecia, de Kastania por más señas; y después de dos mil años es más leonés que tú; no lo dudes. También el negrillo, olmo de la melancolía, fue inmigrante; con Felipe II vino; se hizo paisaje propio; y cansado de dar sombra a concejos, atrios y paisanadas indolentes, encargó a la grafiosis su suicidio. Pero el castaño... Entre la peste del chancro y que la gente ya no lo necesita para aliviar su histórica miseria rústica, el castaño se muere. Hay quien asegura que son los primeros pasos de la extinción, aunque tiene el castaño tal raigambre y tal terquedad que le hacen resucitar de sus tocones cuando los males le siegan la sabia o la arboladura; lo mismo, el negrillo. Enorme paisano es el castaño. Y también el negrillo, la negrilla, la olma hendida... que ahí los tienes agazapados ensayando convertirse en arbolón que ya nunca llegarán a ser. A Villafranca fuimos el sábado convocados por una voz que se antoja casi solitaria en dar el grito que conjure las malas profecías. Santiago Castelao y la asociación Barantes claman en el frondoso desierto berciano: el castaño puede morir. Acudí a sumarme al grito y aprender, que Javier Flórez (posiblemente quien más ha estudiado nuestros castaños, bercianos casi todos, pero también cabreireses, sanabreses de vecindad, algo omañeses, solitarios valdorrianos...) nos dió lección de este frutal al que se trata como masa forestal (y por ahí empieza a dolerle la muerte). Donde sobran bellotas -con las que el astur hacía su único pan- oro fueron las castañas. Libraron hambrunas como en su día lo haría la patata. Pero hoy ya somo ricos y el castaño es quien nos recuerda lo que fuimos, lo putas que las pasamos. Es mal testigo. Pocos se duelen si van desnudando el paisaje que vistieron y colmaron de belleza monumental, porque son más monumento y con más siglos que esas piedras labradas que adoramos como seña de lo que no fuimos. Y entonces el castaño nos insulta con su muerte.

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