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CARLOS G. REIGOSA
León

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VENÍA siguiendo con atención las declaraciones de la diputada holandesa Ayaan Hirsi Alí, autora del libro Yo acuso y beligerante en la lucha contra el radicalismo islámico. Colaboradora del asesinado Theo Van Gogh en una película que indignó a musulmanes intransigentes porque denunciaba la situación de la mujer en el Islam, Ayaan Hirsi Alí, nacida en Somalia en 1969 y exiliada sucesivamente en Arabia Saudí, Etiopía y Kenia, huyó a los 23 años de una boda concertada por sus padres con un primo que vivía en Canadá y consiguió su libertad en Holanda, un país que ella veneraba como un modelo de tolerancia y convivencia. Ahora ha conocido su creciente rigidez: según Inmigración, debe perder su nacionalidad por haber mentido sobre su identidad al pedir asilo en 1992. El martes, en una rueda de prensa -en la que fue muy aplaudida-, Hirsi Alí aseguró que se va de Holanda triste, pero no como una víctima. Creo que, por lo que ha vivido, sus palabras tienen el realismo del que carecen otros intelectuales y políticos europeos -que ella califica de «relativistas de la moral»- que viven en una permanente -y silente- confusión. Es la ley de nuestras propias cegueras voluntarias, vigentes hoy como antaño, cuando no se quiso ver el Gulag soviético o las atrocidades de Mao. La voz de Hirsi Alí tiene ese sentido del compromiso que la lleva a defender la liberación de la mujer musulmana y recordarnos con lucidez que el combustible del radicalismo islámico (también el de Al Qaida) es el petróleo, que favorece a las sociedades más alejadas de la democracia y en realidad más atrasadas. Hirsi Alí no se pierde en oscuros meandros: «Occidente debe enfrentarse al radicalismo con radicalismo y reducir drásticamente -en cinco años a poder ser- su dependencia del petróleo árabe que alimenta a la yihad islámica». Porque sólo reduciendo esa adicción al petróleo -oxígeno de tiranos y extremistas- se podrá desbaratar el sueño del rico califato islámico de Bin Laden y hacer posible que aflore la sociedad civil en esos países. Es su esperanza. Y quizá también debe ser la nuestra. Su discurso -que es su petróleo- se oirá desde Estados Unidos, donde empezará a trabajar en septiembre.

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