CRÉMER CONTRA CRÉMER
El estado de la nación o la nación en estado
ACUDÍ A LA CITA que se anunciaba para la apertura del famoso y esperado debate sobre el Estado de la Nación, mediante el uso y el abuso de la insaciable Televisión Española y del que gobierna, como corresponde a nuestra condición de buen español, católico, apostólico y de León, que es tierra tan de cristianos como pueda serlo Roma o Jerusalén. Se anunciaba la actuación de cuando menos dos poderosos púgiles políticos: El Presidente del Gobierno, Sr. Zapatero y el aspirante a serlo, señor Rajoy. Y de ambos se esperaba cuando menos la liberación de determinados misterios, de los cuales se lamentaba el personal, pensando, con la natural malicia aldeana, que estos ilustres protagonistas de la película ocultaban algo, que, precisamente, en esta ocasión del Debate esperado, sería aclarada. Y mediada ya la tarde, comenzó la acción. El hemiciclo presentaba un lleno hasta los bordes y dada la tensión que se advertía en las gradas el señor Presidente del Parlamento se aprestó a aplicar la norma, cayera quien cayera. Cayó, como era previsible, el opositor. Nadie se sintió específicamente afectado por la salida de pie de estrado del señor Rajoy y siguió asistiendo a la larguísima perorata de los unos y de los otros (más de los unos que de los otros). Se hablaba del estado de no se entendía bien qué nación: Si la España eterna o Zambia, porque las cifras se acumulaban y el público no acababa de entender el significado de esta forma de esclarecer el estado de la nación, cuando de lo que se dirimía en la contienda era más bien el comportamiento y los antecedentes de los dos principales en su ya larga carrera política. Se impuso lo que Demóstenes calificaba de discurso de la pedrea, y al final todos los fieles asistentes se limitaron a soportar con paciencia y resignación aquel maremágnum de números y de fechas (no se trató de las fechorías). Hasta que saltó la gran pregunta: ¿Qué cosa debemos entender como la España de los ciudadanos? El señor Zapatero se apresuró a denunciar que el señor Rajoy no tenía ni puta idea de lo que era España, y el señor Rajoy replicó naturalmente con disparos de municipión de pólvora negra. Y se aplaudió fervorosamente, puestos en pie por los señores diputados, hasta la consumación del repertorio propio de esta clase de representaciones. De lo cual se infería que los señores oradores, comprometidos en aclarar los perfiles de la España eterna solamente hablaban para cada uno de los dos bandos en que se dividía el cuerpo parlamentario propiamente dicho. Cada líder habló de lo que sus gentes querían que se les hablara y aplaudían los unos cuando los otros permanecían con la boca cerrada y las manos y los pies quietos. ¿Y no sería más justo, más ecuánime, más noble y democrático que en vez de montar estas parafernalias carnavalescas se citaran ambos representantes permitiendo a los diputados que se quedaran en casa, con la boca cerrada? Porque esto, tal como se lleva a cabo, ni tiene nada que ver con el Estado de la Nación, ni con la nación en estado.