Diario de León

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OSTITÚ, gente rara con pecho de lata contrachapada vimos por estas calles. Eran soldados romanos atreviéndose a lucir palmera sobre el tarro en esta plaza asturcazurra donde siempre se les tuvo por soldadesca y tralla vil. Parecían puestos por el municipio, orgullosos de su estampa guerrera y atalajes, espadina al cinto y tentetieso el pescuezo, Jolivuz cazurrillo al pie de las murallas con sus lábaros y enseñas en conmemoración del nacimiento de no sé qué águilas. Las águilas en las peñas me dan paisaje; en escudos o banderas me dan pánico. Quien las ensalza como símbolo adora su imperial vuelo sobre todos los demás y su precisión criminal como depredadora. Un águila es la altanería y su mirada es de espía y te acusa o te fija como presa. Y ese pico curvo es alicate de electricista que muerde y saja... ¡quitallá ese gavilucho! (para ceporros de campo e ignorantes de piso todo lo que tenga pico torvo, halcón, perdecera, alimoche, milano, azor o buitre... son gaviluchos). Se dice que esos soldados recuerdan al peatón el pasado romano de esta ciudad que no nació ciudad, sino cuartel donde hacían comulgar al lugareño con hostiazos en latín. Nacer cuartel es desgracia, pero peor son estas secuelas. Puestos a recordar el origen romano ¿por qué siempre eligen el disfraz de cuerpo represor, impedimenta militar de odiosa recordación y gusto, y nunca el de senadores, ingenieros togados de acueductos, dramaturgos, arúspices, libertos, vestales?... Siempre soldadesca, siempre los fasces por delante y el fascio por el culo. Hay que hacerse ver por un psiquiatra esta manía nuestra de conmemorar historias revistiéndonos de soldados del César, de Napoleón o de mesnada medieval, precisamente de aquellos que vinieron a someter a nuestros abuelos y a joder a sus hermanas, nuestras tiabuelas. Como pueblo cautivo, padecemos con regularidad un síndrome estocolmero que nos hace entender a nuestros captores olvidándonos de su fechoría y, finalmente, admirándoles e imitándoles, cuando fueron los destructores de nuestra personalidad, que en ningún caso pareció sólida y en ningún siglo opuso mayor resistencia. Pero aquí están de nuevo las águilas para cobijarnos maternalmente bajo sus alas y comernos la rabadilla empezando por los ojos. No hay peor esclavo que el que libremente se entrega como tal.

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