El paisanaje
De Franco, yo hasta los esos
ALGUNOS calculábamos haber enterrado a Franco hará más o menos treinta años, cuando él tenía setenta y tantos y nosotros andábamos de veinteañeros. Pero se ve que echamos mal las cuentas, porque ahora vuelve a aparecérsenos casi a diario en los periódicos, o sea que no es un mal sueño porque los papeles son los papeles, según dice mi quiosquero de cabecera (no se pone con «k» porque el pobre hombre no es vasco, sino de Armunia). Cada día que le alargo el euro del periódico no puedo evitar la pregunta «¿resucitó en serio o sólo estaba mal enterrado?». «No lo sé», se encoge de hombros el otro cada mañana, «pero ahí lo tienes». En las primeras páginas de los periódicos no para de aparecer Franco a cuento de estatuas ecuestres que retira, con dos cojones como los del caballo de Espartero, el nuevo Gobierno socialista tres décadas después de que cayera el dictador. La penúltima ha sido en la Academia Militar de Zaragoza, así que los últimos que hicimos la mili con él -de reclutas como buenos demócratas, aunque jodidos, eso que quede claro- andamos con la mosca detrás de la oreja, no vaya a ser que, ya en la reserva, nos vuelvan a reenganchar. Cualquier fin de semana de estos los quintos supervivientes del tercer reemplazo del 53 haremos una excursión al Valle de los Caídos, no tanto para honrar al histórico generalísimo como para comprobar sobre el campo de batalla que la losa sigue encima. Por el bien de toda la tropa y a pesar de los periódicos y el Gobierno esperamos informar luego al sargento con el lenguaje clásico del veterano lo de «a sus órdenes, un huevo, y en lo demás sin novedad». Como se iba diciendo, a algún tonto del Gobierno que libraría de la mili por no dar la talla, estrecho de pecho en la época, inútil total o vaya usted a saber, empezando por el presidente, quiere a estas alturas poner firme a Franco y apearlo de la burra. A buenas horas, pero, como ya nos advertía con recochineo el cabo furriel cada vez que le apuntábamos fiéramente en los patrióticos días de servicio de letrinas, «cuidado con las escobas, que las carga el diablo». No parece ser éste el caso, porque, aún en el supuesto de que Franco hubiera resucitado tendría a estas alturas, según el calendario de mi quinta, ya en la reserva, unos ciento y pico años, que en lo de ecuestre y cabalgar de nuevo no dan ni para subirse a un burro. Así que si lo que Zapatero pretende es que le votemos por eso, se equivoca: creerá que nos hace rejuvenecer volviendo a la mili que él no hizo. Después de escaquearse ahora se presenta voluntario, le digo a usted, mi sargento. Para cronicar lo que está pasando en España, con tumbas que se abren y se cierran en las cunetas al cabo de tres cuartos de siglo de la desgraciada guerra civil, haría falta rescatar también a Rascayú, el cachondo enterrador del cementerio al que cantábamos cuando la tuna universitaria se alumbraba con un rayito de luna o una copa de más, según dice la canción. A éste también lo prohibió Franco por irreverente, así que debía de ser de los nuestros. No sé yo cómo acabará tanto velatorio de pamplinas. Va uno a la residencia de la tercera edad «X», pregunta al personal interno cómo anda de la próstata, y en vez de hablarte de Cascorro, el de la guerra de Cuba, o del Alcázar de Toledo y la batalla de Belchite, el que más lejos llega es a las prejubilaciones de Hulleras de Sabero. Lo demás o está muerto o goza de un saludable alzhéimer, según dicen las monjitas a la hora de la partida de mus. Toda esta resurrección de mitos guerracivilistas, buenos y malos, etcétera, aparte de ser doloroso, es chatarra para tapar lo que de verdad interesa a los españoles del futuro, por ejemplo a nuestros hijos. Sobre las bestialidades del pasado se procuró echar tierra encima cuando la transición y, si Zapatero tiene un abuelo fusilado, a mí me pasa lo mismo, en el mismo bando, sólo que el mío era un pacífico tabernero de la razón social Casa Boño, en La Bañeza, y el suyo de oficio militar. Pido perdón desde aquí a mi padre por escribir estas cosas, que sé que le duelen, y porque a veces cree que ya no soy de los nuestros, pero no es cierto. Por lo demás, a menudo me preguntan qué diferencias personales me enfrentan a Zapatero. Algunas de biografía familiar prefiero no desenterrarlas y las demás son las normales de dos que no piensan igual en política, como suele pasarle a todo hijo de vecino. Si es que él piensa algo. En tocante a Franco, me he borrado del quiosquero y pedido una suscripción por correo: el día que me manden el periódico a casa con un sello de a peseta con la jeta del jodido caudillo me convenceré de que el tal cabrito ha vuelto a levantar cabeza. Mientras tanto no me fio de lo que traen los periódicos. Y, menos, de este Gobierno.