Diario de León
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PEDRO ARIAS VEIRA
León

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A TRAVÉS de las edades de la vida nos vamos preguntando cuáles son las claves de la verdad; en las personas, en la política, incluso en el ámbito del pensamiento. Y lo hacemos desde el erróneo supuesto de que razón y sentimiento han de caminar separados, que la objetividad del buen pensar exige de la contención de los afectos. La educación se entiende como suspensión emocional, como una dura disciplina de lo visceral en aras de la producción intelectual. Pero el tiempo se encarga de refutar tan deshumanizante utopía. La experiencia de la vida es un permanente descubrir las verdades clásicas cada vez más olvidadas por el vaciado de la modernidad. Como la de William Hazlitt, que nos regala una reflexión que es como una máxima: «La estrechez del corazón pervierte el entendimiento y nos empuja a sopesar los objetos en la balanza de nuestro amor propio, en lugar de la verdad y la justicia». Pensamientos así iluminan, como lo hacían las verdades impactantes de otras épocas, cuando éramos más receptivos y tajantes ante el bien y el mal, ante la verdad y la mentira. Estos tiempos modernos de invasivo márketing político y comercial, de agria sequedad en la intelectualidad políticamente correcta, de agobiante y persistente estupidez televisiva, de banalidad argumental en la vida oficial, denota una inquietante degradación de la calidad visceral -no digamos moral- de las nuevas élites dominantes. La lucidez intelectual requiere de la claridad ética y de un corazón bien puesto en el centro de las conductas. Sacrificar los mejores impulsos naturales del ser humano -solidaridad, compasión, amistad, amor, fraternidad, dignidad- es el camino más seguro hacia la nada, hacia la insignificancia encubierta por la doblez. A estas alturas de la historia, con lo que ya sabemos o podemos saber del pasado, de la vida, las sociedades y las personas, la maldad es simple estupidez y esterilidad. Los valores, que actualmente se consideran lastres para el éxito, son, no obstante, la garantía de fecundidad. Es el corazón mal amueblado, que no la textura de la mente, lo que distorsiona la claridad del pensamiento. Sin el corazón no se aprovecha el potencial de la cabeza. Ahí yace el mal del país, de esta España en reparto y almoneda; la de las señas de identidad perdidas que sólo parece reconocerse en el éxito con el balón. No será fácil enmendar este simulacro que no cesa.

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