CRÉMER CONTRA CRÉMER
La noche de los deseos
«MAÑANITAS DE SAN Juan/ cuando la zorra madruga,/ el que mucho vino bebe/ con agua se desayuna...» Esperé hasta bien entrada la noche. Y cuando sonaron las doce campanadas por todos los relojes y campanarios de la zona en la que vivo, bajé al patio. Contemplé el temblor de las estrellas y el tremendo pálpito de una noche hecha para el fuego y para el amor. Y recordé cuando, en mi poblado de entre tierra y cielo nos reuníamos los mozos y las mozas y corríamos a robarle la leña para la hoguera de San Juan al rico encomendero. Con nuestros haces de las paleras asaltadas encendíamos una hoguera en el cruce de los caminos, no por otra razón mística o folclórica, sino por la caritativa de que los caminantes -que siempre les hay- no se perdieran y siguieran su ruta por la senda equivocada. Nosotros, o sea yo solo, encendía mi hoguera personal en el patizuelo y seguía la norma tradicional: en una carta de amor, sin destinataria, escribí los tres deseos que impone la tradición: Amor, salud y paz. Y yo me repetía: lo demás que se me dé o se me quite por añadidura. Eché mi solicitud a las llamas y contemplé con emoción como se consumían mis deseos lentamente, levantando un surtidor de chispas. Cuando se apagaron los fulgores, todavía permanecí un cierto tiempo, que se me antojaba obligado, para cumplir otra de mis tendencias o tentaciones obligadas por el santo conmemorado. San Juan, San Juan, al amor llegarás,/ si no llegares, ay de ti, amor... Recogí todos los rincones de mi vivienda, tan ajustada a la limitación de mis disponibilidades y de mis exigencias, y recogí todos aquellos utensilios, vestidos, papeles y cartas que formaban la escenografía de mi vida y les fui arrojando al fuego. No para que con ellos se consumieran los episodios mal recordados y peor guardados de mi vivir, sino precisamente para que el fuego les liberara de sus deméritos más señalados, para empezar de nuevo una biografía que se me había consumido entre las manos precisamente cuando ya se me anunciaba el fin. Aquella hoguerilla del patio venía a ser como el pequeño fulgor de una vida pletórica de deseos, de ambiciones, de amores fugaces, que se consumían lentamente sin dejar otro rastro que el del recuerdo de todos aquellos otros seres que se nos acabaron cuando más les necesitábamos, porque siempre son más necesarios los seres queridos cuando desaparecen que cuando están y forman parte de nuestro menaje diario. Y se me vinieron a las plazas abiertas de la memoria aquellas coplas de El Decamerón Español, de María de Zayas, que decía: «¡Ay, mal logrados deseos/ caídos como Faetón/ porque quisisteis subiros/ al alto carro del sol». ¡Quién pudiera;/ nochecitas de San Juan/ repetir, a sangre y fuego/ tu cantar...!