Diario de León
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LUIS ARTIGUE
León

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YO EN REALIDAD soy camarero. Estaba el otro día detrás de la barra leyendo un fascinante libro de microrrelatos titulado La Mitad del Diablo ( Juan Pedro Aparicio, Editorial Páginas de Espuma) para no tener que hablar con los borrachos mañaneros, y mi imaginación volaba. No tengo mucho tiempo porque la hostelería es un trabajo muy absorvente pero me gusta leer, y siempre que hay poco trabajo -entonces sólo dos o tres clientes que eternizaban su tristeza respectiva ante los vasos de vino- yo me pongo a leer libros como éste de cuentos tan breves y reveladores como el álbum de fotos de alguien con una vida interesante. Leo esas historias matrices con final sorprendente, esos chispazos repletos de ingenio, y siento así como mi rutinaria vida se vuelve de pronto interesante. Esa mañana a la que me refiero el calor del verano había llevado a la gente de esta ciudad a las piscinas o las calles de salida, y por supuesto por eso el bar estaba casi vacío. Yo trabajaba y leía simultáneamente. Me protegía de los clientes. Contestaba a todo con monosílabos. De fondo las noticias de la radio trataban de disimular el hecho de que en verano nunca pasa nada. Y entonces ocurrió. Él se dedicaba a escribir; a mirar y a escuchar. Solía salir de casa con su libreta en mañanas como aquella para pasear fijándose en los otros y lo otro, y volvía después a su piso repleto de ideas para sentarse a escribir la columna que cada sábado aún le publica este periódico. Aquel día, pues, de mañana salió para caminar lentamente por la calle integrando los colores y sonidos en su estado de ánimo. Al avanzar se fijó en los ojos de la gente con la que se cruzó, y trató de adivinar su biografía y sus emociones. Escuchó retales de conversaciones y las completó en su mente. Sí, así se mantenía vivo. Así le tomaba el pulso a la realidad. Mientras paseaba le dio por pensar en su vida de joven escritor perdido en esta ciudad, repasó sus renuncias y fracasos y se puso paulatinamente triste. «No sirvo para esto. Me cambiaría por cualquiera¿», se dijo. Y siguió caminando sin rumbo pero con ritmo. Ante él pasó una chica con pintura de guerra y disfraz de discoteca. Y una señora capaz de defender su bolsa de la compra con la vida. Y una monja con algo así como una plaga bíblica intestinal. Y un viejecito dandy con ropa pasada de moda. Y un niño de la mano de su madre que miraba al suelo como ignorando el cielo. De pronto, sin saber por qué ni por qué no, pasó ante este bar y entró. Estaba casi vacío pero no le importó. Se sentó en un taburete frente al mostrador mientras yo, de espaldas, limpiaba la cafetera camarero por favor y al darme la vuelta oh la luz la vida fuera dentro qué pasa no lo sé hola adiós, sin preverlo pero mereciéndolo yo me convertí en Luis Artigue, el escritor de esta columna que se publica aquí los sábados, y él se transformó en el camarero que lee libros de cuentos. Nos miramos en ese instante con miedo el uno al otro, casi con horror, y luego a nosotros mismos. Reaccionamos. Entonces yo salí apresurado y sin mirar atrás del bar, como temiendo que ese establecimiento empezara a perseguirme e intentara volver a atraparme. ¡Qué trabajo tan esclavo! Y así, corriendo, dejé atrás mi vida. Llevo un año como columnista viviendo una existencia emocional, atenta e influyente y ya estoy un poco harto de tan poco estrés que poder combatir leyendo cuentos. Desisto. Quiero volver a ser el que era y por eso he vuelto al bar pero el camarero simplemente deja de leer «La Mitad del Diablo», y me sirve, sí, y luego habla con otros clientes, y les escucha, qué libro estás leyendo, uno muy bueno de Aparicio, son cuentos tan cortos y sorprendentes que te dejan hipnotizado, te lo recomiendo, pero no pasa nada raro. Y él sigue siendo él. Yo quiero volver a ser el camarero que era pero por más que voy al bar y me siento en un taburete cerca del mostrador frente a ese impostor no logro invertir el proceso. ¡Estoy harto! ¿Alguien de ustedes me puede decir cómo se deja de ser Luis Artigue?

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