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GRACIAS a la guerra de los Seis Días con la que Israel sorprendió al árabe en revancha ocupando lo inocupable, nuestras clases de griego fueron una excursión continuada a los cerros de Úbeda. Era junio del 67. Por toda tarea, en aquel curso tradujimos sólo veinte líneas de la Anábasis de Jenofonte. Nuestro griego naufragó, pero en aquellas clases del dominico Iparraguirre aprendimos algo de muchas cosas y, en junio, de las hostialidades entre judíos y panarabismos. Como profeta, Iparraguirre marró; tenía claro comenzando aquel catapún que la desproporción entre la alianza árabe egipcio-sirio-jordana y los israelíes concluiría con definitivo acogotamiento judío. Fue justo al revés. Fulminante Dayan: Sinaí ocupado, el Jordán también, Gaza, los altos del Golán al final... y sorpresa, el casco viejo de Jerusalén, los sitios del Muro. Y allí acabó la paz de la Escuela Bíblica donde los árabes consentían de buen grado a dominicos franceses, paleógrafos y exégetas de Salamanca sus principales investigadores. Los judíos ocuparon, incautaron, barrieron y el padre Espinel se quedó sin sus manuscritos del Qumram. Eso era lo que temía Iparraguirre y de ahí su secreto deseo de ver un paseo árabe en aquella brevísima guerra que consagró una larguísima postguerra de la que no sale ni Dios porque aún siguen en ella todos los dioses... y todos los demonios... para hacerla eterna. Iparraguirre, salvo profeta, era fraile total: vascotarra finísimo, atinado cazador de tordos, atleta insuperable en la mesa de pingpong, versado en griegos y arameos, calígrafo magistral, organista de bóveda catedralicia, compositor de cabeza polifónica y orador de látigo sagrado que hacía enmudecer a la bulliciosa parroquia dominical que subía al santuario de la Virgen del Camino por razones varias: lucir clase y coche, escuchar gratis un conciertazo de polifonía clásica (escolanía virtuosa con un Uría al órgano inundando el aire de acordes grandiosos que metían a Bach tripas arriba) y, al final, pinzarse unas nécoras donde Resti o en Las Redes, porque en aquella década se ordeñaba ya el primer boom ladrillero en una ciudad cuyo alcalde-duende será siempre un metro cuadrado urbanizable. Iparraguirre les daba con el canto de la doctrina en la mollera... para nada. Incendiaba los sermones... y ahí sí era profeta.