Diario de León
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CARLOS G. REIGOSA
León

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MUCHOS europeístas firmes y convencidos -de esos que queremos más Europa- tenemos un problema de fe en unas instituciones claramente inadecuadas y costosas, en las que en verdad no sabemos qué hacen tantos eurodiputados de la nada, que toman aviones imparablemente y que parecen beneficiarios de algún suntuoso retiro. No doy nombres porque no sé a quién excluir, pero piensen por ejemplo en los nuestros y su inmarcesible labor. El esquema institucional europeo es una representación de lo que queremos ser pero que, en tanto no lo somos, se queda en una mera representación que a veces parece más propia del Teatro del Absurdo que de una gestión austera y moderna. Centenares de eurodiputados sobrevuelan Europa en un trajín permanente que pronto alcanzará a 27 países. Y todo ese ajetreo, ¿para qué? Tony Blair -y antes Margaret Thatcher- denunciaron tal burocracia con ánimo de aniquilarla o al menor abaratarla. Chirac, y antes Mitterrand y el alemán Kohl, han tirado para adelante por entender que se trata de una fase de transición en la construcción de la unión política que se pretendía concretar en la Constitución Europea. Pero la tubería de conducción se rompió por donde menos se esperaba: por la siempre europeísta a-su-manera Francia. ¿Qué hacemos ahora? ¿Seguimos con el teatro? ¿O nos ponemos a trabajar para superar esta fase de desconcierto y parálisis? Muchas esperanzas están puestas en la canciller Angela Merkel, que se ha pronunciado claramente a favor de recuperar el proyecto constitucional europeo y dar la batalla por una UE fuerte en un mundo multipolar. Lo único preocupante es que, estando tan sola, su propósito se decante por una germanización de Europa, para construir, no el «lebensraum» (espacio vital) de Hitler -no es ella sospechosa de tales desvaríos-, sino una corriente centrípeta que monopolice el proyecto y satelice a los demás. Algunos creemos que esto es lo mejor que nos puede ocurrir, a la vista del desinterés de los otros. Pero somos los mismos que creemos que la pluralidad europea es nuestro mejor logro, si no dejamos que la carcoma oficinesca nos adentre en lo que Felipe González llamó «una dulce decadencia». Es la hora de evitarlo.

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