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Publicado por
CARLOS G. REIGOSA
León

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ME LO HIZO NOTAR hace tan sólo unos días un buen amigo en una de esas conversaciones veraniegas que alcanzan -por puro deslizamiento en el tobogán- unas profundidades insólitas. El pensamiento débil (aquel que antes llamábamos light ) ha alcanzado tal vigor entre nosotros que ya casi nadie discute su fuerza, y el que la discute se sitúa en la periferia política, mediática, filosófica, etcétera, es decir, se ubica en la debilidad cuantitativa, en la astenia formal, en la minoría. El pensamiento débil ha derrotado al fuerte por pura reducción de este a sus esencias excluyentes. Porque el pensamiento débil no excluye, no condena, casi ni juzga (no se considera con derecho a hacerlo). Parte de la premisa de que todos cabemos en una sociedad abierta. O, dicho de otro modo, que una sociedad abierta y democrática como la nuestra es tan fuerte que lo soporta todo. De este modo, lo fuerte es apartado por sus propias connotaciones de dominación, de supremacía. ¿Quién es superior a quién cuando se ha aceptado que nadie es superior a nadie? Los europeos marchamos a la cabeza de este pensamiento débil, aunque percibamos ya las flaquezas inasumibles de sus limitaciones. Holanda se desdice de su pasado solidario, multiétnico, abierto y acogedor. Francia no quiere ni oír hablar de más inmigrantes, de cuya integración social presumía sin motivo, como ha descubierto. Alemania hace las cuentas de recursos humanos con la mirada puesta en la vieja Mitteleuropa. ¿Y España? Nosotros todavía somos otra cosa, felizmente. Somos unos recién llegados desde el pensamiento autoritario al débil. Por ello aún podemos protagonizar esas hermosas escenas en las que unos veraneantes de alma solidaria acogen entre sus brazos, en una playa cualquiera, a los desheredados de la tierra que se derraman desde unos cayucos reventados. ¡Lo más hermoso del verano, sin duda! Pero me temo que nuestro pensamiento débil tiene los días contados. Nos hemos dicho muchas hermosas mentiras, tralará, y ahora empezamos a cansarnos de que la realidad nos las eche en cara. Y se nota. Ya no vendemos sueños ni esperanzas, ni siquiera queremos realmente que nadie se suba a nuestra nube. Los tiempos, en fin, están cambiando. Otra vez.

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