Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Un libro: La velada en Benicarló

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VICTORIANO CRÉMER
León

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HABLO desde la lejanía. Escribo desde el recuerdo. Me defiendo del calor de un tiempo de balcón y saña, que decía el poeta. Apago tanto sol como se me resiste ya al final de la gran pausa del verano. Y abro de nuevo el libro que me acompañó durante tanto tiempo de soledad: Se titula «La velada en Benicarló» y fue escrito por un personaje singular: Uno de esos españoles que se nos escapan con la furia de los vientos y son arrastrados por las aguas turbulentas. Manuel Azaña. Nació en Alcalá de Henares un día del mes de enero del año 1880. Y fue a morir, o si se prefiere para la mayor exactitud del dato. Fue muerto un día de sangre del año en que el ejército republicano, vencido y partido desesperadamente, fue al fin abatido por las fuerzas rivales. En Benicarló el que fuera Presidente de la República dedicó su tiempo de angustia a analizar las sinrazones que acompañaron aquella resplandeciente aventura, que terminaría en descalabro. Y fue posible este libro que hoy me acompaña. En él se incluye la versión teatral de José Luis Gómez y José A. Gabriel y Galán. Al cabo de mi severo ejercicio verdaderamente espiritual, llego a la conclusión, nunca se sabe si definitiva, de cómo en España, aún en los casos de mayor trascendencia y obligado cumplimiento, se eluden hasta alcanzar el olvido, que es la señal más relevante y clara del verdadero sentido de lo español. No la envidia, ni el resentimiento, ni siquiera la avidez malsana, sino precisamente esta de la enormísima capacidad del español para borrar de sus biografías los capítulos más significantes y más dolorosos. Porque «La velada en Benicarló» no es una novela compuesta utilizando el material dramático de una guerra civil, sino una forma de reconstrucción de una verdad, de un fenómeno social, político y humano, que dejó en su estela un millón de muertos. Es, si se quiere y aún si no se quisiera, la confesión trágica de un personaje simbólico que intentó establecer en su Patria los primeros acentos para el himno de la libertad y fue sacrificado entre el estruendo de un pueblo fugitivo que todavía no ha acertado a encontrar cuáles pudieran ser las líneas programáticas para la composición de un Estado verdaderamente democrático. Todavía no hemos alcanzado, en la fecha de la obligada referencia, ni el centenar de años y ya pocos recuerdan cuáles fueron las ideas impresas en el libro de la guerra civil, ni las doloridas conclusiones a las que el autor, ya sin esperanzas en nada, llegó cuando la tierra española todavía conservaba el calor de sus muertos. Y ahora cuando con tanto interés se establecen las líneas que intentan reconstruir el esquema de aquella atrocidad apelando a la memoria histórica, resulta absurdo que estos paladines de la muerte, no inscriben entre los libros de obligada lectura este que Manuel Azaña nos dejó para corrección y enmienda de nuestra triste condición. Tal vez, como dice el libro, porque todo es limitado, temporal, a la medida del hombre.

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