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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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GRACIAS, CIGÜEÑA NEGRA, mil gracias. Poco sé de estas criaturas pero las imagino tan gráciles y hermosas como sus hermanas blancas que instalan en las espadañas su tribuna para hablar desde allí con los dioses y escrutar sus designios. No sé tampoco si estas cigüeñas negras están encargadas de traer a los niños desde París como sus hermanas blancas pero seguro que las ayudan en su trajín natalicio, cuando a aquellas se les acumulan los encargos. No sé de qué viven ni si levantan galanas el vuelo para emparejarse con el viento y gozar de sus libertades allá en las refulgentes torres. Poco sé pues de estas benditas criaturas, místicas y solitarias. Solo sé que, gracias a ellas, gracias a cinco apostólicas parejas, se ha paralizado una gran urbanización con miles de viviendas y un hotel más el inevitable campo de golf. Esta es la aportación de esas aves a la convivencia y al mantenimiento de un espacio abierto a los soles, allá en la provincia de Ávila, síntesis de la eternidad quieta, nido de armonías naturales. Es decir, que lo que no han podido hacer varias decenas de leyes del suelo, un largo centenar de reglamentos, miles de páginas escritas por sesudos juristas, lo han conseguido estas humildes cigüeñas que son negras porque son las encargadas en su especie de llevar el luto. Sépase que en España faltarán muchas cosas, seremos parcos a la hora de inventar raros artilugios tecnológicos, de perforar las intimidades del I+D+i, de enviar naves al espacio, donde yacen los amores muertos, todas estas carencias lacerantes se cuentan entre las que nos rondan como fantasmas velados. Pero, en punto a producir leyes y reglamentos superfluos, nadie nos gana, en especial, en achaques de utilización del suelo y del urbanismo. Desde 1956, en que se oyó el gong de salida de una carrera enloquecida y practicada en una cinta sin fin, no ha pasado una legislatura sin que al gobierno de turno no haya alumbrado una ley del suelo con su cortejo de reglamentos planchados y engreídos. Cada una de esas ocurrencias traía un preciso olor a cadáver pues los más avisados hemos sabido siempre que son poco más que fuego fatuo, fugaces tormentas veraniegas que no sirven ni para hacer un charco. Cierto que dan de comer a muchos -yo mismo, sin ir más lejos- pero que son inútiles es una verdad inconcusa. Todo lo más sirven para formar osario de cementerio. Además, ahora, cuando se han abierto las compuertas legislativas porque hay diecisiete parlamentos legislando al buen tuntún, tales leyes se multiplican y florecen como alondras mañaneras. No hay rincón de España sobre el que no se superponga una ley básica, dos de desarrollo, tres de ejecución y cinco de coordinación, que tratan de enmendar lo que con puntilloso afán se ha descoordinado poco antes. Centenares de jueces, cuyas vidas gimen bajo este alud, se encargan de bracear para meter esta catástrofe en razón. Esfuerzo baldío la mayor parte de las veces porque los preceptos legales son algo parecido a la tenia en el cuerpo humano, se enroscan en él, son difíciles de expulsar, y lo extenúan. Han tenido que venir las cigüeñas a arreglar este asunto inextricable pues un tribunal ha fallado a su favor. ¿A qué se debe el éxito? Muy fácil: su color negro no es una casualidad ni un capricho de la naturaleza, es color de toga y esta circunstancia las hace vivir una segura intimidad con los hondones del derecho procesal, entre cuyos recovecos han encontrado la fórmula para paralizar el estropicio. Porque las cigüeñas negras -y ahora venimos a desvelar el verdadero secreto- son los magistrados del mundo cigüeñil. Es más: los jueces fueron hermosas cigüeñas negras en la otra vida y, cuando mueren y dejan la Audiencia, vuelven a ser cigüeñas negras. La vida de un magistrado no es más que un interregno entre dos mundos de vuelos de oro y migraciones aventureras. Es decir, que las cigüeñas negras han jugado con ventaja procesal pero benditas sean las cigüeñas negras.