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CRÉMER CONTRA CRÉMER

De las guerras que son y no son

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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EN ALGUNA de las páginas ejemplares que me obligo a leer, sean de prensa o de folleto o de libro hecho y derecho, tuve la sorpresa de leer una comunicación crítica por la cual se nos invitaba a analizar lo que debemos entender por guerras, propiamente dichas. Y se nos planteaban algunas preguntas verdaderamente interesantes: ¿Fue guerra lo de Irak? ¿Es guerra lo de Afganistán? ¿Se puede considerar guerra con todas las de la ley, a la operación del Líbano? ¿O todo esto y lo de más no son sino medidas agresivas de alguna porción de la sociedad universal por dominar y someter a la otra parte contratante de la misma sociedad? Guerras, lo que se dice guerras eran las antiguas como el cerco y conquista de Troya, o las expediciones de Jerges, o las acometidas de Gengis-Khan, en las cuales los contendientes se juraban odio eterno, como Aníbal a los romanos, y procedían a exterminar a cuantos individuos de ambos sexos fuera posible. Ahora, en esta hora nuestra de los grandes cataclismos, se procede a hacer la guerra sin respetar las leyes que las autorizan para uso interno. Y un buen día se despierta el personal con la declaración por una de las partes de guerra por un quítame allá esos negocios. Porque las guerras, sean de religión, de prestigio militar o económicas, son siempre un negocio, con muertos. Los españoles no diremos que somos virtuosos en la materia porque desde lo de Trafalgar no levantamos cabeza, pero la verdad histórica es que hemos tenido guerritas muy apañadas, como las de Cuba, Filipinas y la muy nuestra del año de gracia del 36. Pero llegó un día en que los capitanes de la guerra por la guerra se convencieron de que tirando tiros no se construyen los pueblos, y decidieron declararse neutrales en las guerras en las que tomaba parte principal Europa, quizá porque por entonces España todavía no se sentía lo suficientemente Europa como para meterse en zarabandas bélicas. Así en la guerra-guerra del catorce se declaró al margen, en la segunda acometida de los alemanes en busca del desquite de Versalles, y, con la disculpa de que salía de una guerra civil que la había dejado exhausta, también dijo no. Pero entonces, si no estamos para la guerra, ¿a qué vienen esos movimientos de interposición entre bandos en guerra, enviando soldaditos valientes, armados de la dotación bélica normal, a lugares en donde se sigue tirando tiros, muriendo soldaditos y abrasando ciudades? ¿Es que el hecho de disponer de una pegatina en la que se declara que vamos a Bosnia, a Marruecos, al Líbano, a Afganistán, etcétera, etcétera, en son de paz, es suficiente para convencer a alguien? ¿Puede aceptarse, lo diga quien lo diga, que nuestros soldaditos no responderán en ningún caso a las provocaciones de los llamados «insurgentes»?... Ciertamente no es fácil entender una cuestión como la que manejamos de la guerra contra la guerra cuando lo que de verdad debiera mover nuestra solidaridad debiérase la paz. La paz de los valientes o la paz de los miedosos, porque la guerra no es una diversión, sino, ya lo dijimos, un negocio, rodeado de muertos por todas partes.