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QUÉ BIEN que le den a Pereira, don Antonio, el castañazo más honroso que pueda estilarse en la bercianía castañona y en la cazurrandia castañera, esto es, la castaña de oro que anualmente ha instituído Pradatope y que se entrega llegando noviembre en su franquicia de los Madriles con la concurrencia atiborrada y distinguida de muchísimo personal y buena bulla concelebrada. Qué bien, don Pereira. Hay mucho Bierzo palpitando en su pluma y, de esta forma, la bendita tierra ensancha sus fronteras hasta Suecia, Estambul o Nueva York, donde un amigo mío se llevó un sorpresón de los que se festejan con albricias al encontrar dos obras suyas en la librería del aeropuerto donde husmeaba haciendo espera. Pero, para los sobrados méritos bercianos del villafranquino Pereira, una castaña es poco. Que le den la castañal entera que se acuesta en la ladera, que le concedan a perpetuidad la propiedad sentimental y poética de todos los castaños que se emboscan entre Corullón y Hornija y, otrosí, los que pueblan su Burbia cristalino hasta la peña del Mostallal donde nace el río tan ancaresamente y tan cantador... que festejen esta honra, porque también en los otoños estos castaños se vuelven de oro y levantan mucha fiesta en esos montes antes de que les desnude el invierno, cosa que jamás ocurrirá con la obra de Pereira de la que no se cae ni una hoja porque les sube una sabia fecunda y en ellas se aprende a conjurar la muerte con la sonrisa, el ingenio y la belleza. Caballero Pereira, qué bien... porque resulta que el galardonado tiene estatura literaria, talla de persona dibujada con bondad, cielo de vencejo para no apresarse en los terrones terruñeros, sabio cinismo galaico y... tiene además a Úrsula, que es su cobertura y su móvil. Así que envidiar a don Antonio es asignatura obligatoria: que le meta Zapatero en las escuelas porque es de todo punto necesario imitarle y aprender a hablar como se escribe, a escribir con «sotileza» y a no malmeter jamás, disciplinas en las que Pereira acumula honoris causa en cestos. De todo lo cual se desprende y concluye que, efectivamente, una castaña es poco y ha de considerarse sólo el principio, la entrada a su huerto literario donde crecen, además, rimas, gozos, fantásticos delirios y emociones.