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CAUSA admiración que, en lo más fragoroso de la guerra de reconquista contra el moro, lo que fardaba en esta retaguardia de la cristianía ibérica era la moda árabe en ropas, ladrillos o pucheros. Vestir telas bagdadíes o persas molaba y distinguía. Y los monjes que predicaban la santa intransigencia ante lo islámico levantaban sus iglesias en los órdenes arquitectónicos del califato, arcos de herradura, celosías de geometría morisca, artesonados entallados por el infiel... Del tranco medieval de nuestra historia hablaron días atrás en esta ciudad y se puso de manifiesto el gusto arabizante que exhibían las clases altas, la nobleza cazurra que, a la par que le daba leña al moro y gran lanzada, casaba a sus hijas o hermanas con emires, cadíes y reyezuelos de taifas, de modo que no pocas veces el enemigo era el cuñado, lo que aplacaba las furias guerreras o las aplazaba en espera de que las froilanas o las leonores rescataran esos predios en condición de gananciales. Por eso duró siete siglos una operación militar que en unas pocas décadas debió resolverse, si no fuera por esos emparentamientos con el enemigo y pactos muchas veces espúreos, esas treguas y ententes que cada conde o infante terrateniente firmaba por su cuenta sin atender a la política global del reino. Así, los reyes de León aceptaron la tasa política de unas treguas con el moro entregando al califato cada año cien doncellas que, según el cuento, debían ser seleccionadas entre las mozas del barrio de Santa Marina, cosa que mueve a extrañeza, pues caben dudas razonables de que en ese barrio hubiera tanto mujerío joven y, lo que es más, que al menos cien fueran doncellas, esto es, no catadas, íntegras de flor y pureza. Ya. Cuando después vino otro rey y dió por liberado ese tributo, no necesariamente tuvo que ser un alegrón para las doncellas del barrio: ya no las llevarían al cálido sur y a los cármenes andalusíes donde una prima suya que fue tribuitada hablaba maravillas del clima, de la mesa y de lo bien regalada que la tenía el moro, así que seguramente no hicieran mucha fiesta con la tal liberación que a ellas no las liberó, sino que sólo las cambió de dueño, ya que ahora las «gastarían» en casa, las usufructuaría por la cara y lo comido un tenderón, un vinatero o un canónigo, condenadas de por vida a fregar suelos y al sabañón perpetuo.