Oficio de difuntos
TENGO CIERTA propensión para hacer uso de títulos ajenos para encabezar esta columna, casi tanta como mi fascinación por la muerte como tema literario. Vertebra mi imaginario y toda mi narrativa. Y hoy más que nunca, cuando aterriza el gris mes de noviembre con sus noches crecientes envueltas en tinieblas, recuerdo a mis muertos, a todos los muertos en un oficio de difuntos que más parece un cabo de año periodístico. Y en llegando a este punto, yo regreso a la piedad y a la memoria debida a los fieles difuntos que tienen, como el don Juan Tenorio, cita pendiente cuando cada año llega noviembre. Nuestros queridos muertos viven en los recuerdos de quienes los tenemos presentes. Abuelos, padres y amigos conforman nuestro particular panteón y a ellos nos debemos, y con ellos aprendimos el alfabeto más cordial en el que está vetada la desmemoria y el olvido. Es tiempo de visitar cementerios y tumbas, de oración civil y padrenuestros, de flores que se marchitan cuando la lluvia arrecia y el viento desgobierna las tardes. Suelo frecuentar los camposantos de las ciudades que visito, he estado en la Recoleta bonaerense y he visto la Chacarita, me perdí una mañana en el cementerio de peaje -cobran cinco dólares al turista- de La Habana, me estremecí en el cementerio de los poetas de Roma, última morada de ingleses y alemanes, donde está enterrado Keats, y leí en la lápida el epitafio que el mismo dispuso: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito con agua». Miré Jerusalén desde las colinas de su cementerio, y oteé el horizonte desde lo alto del campo de cruces marino de Luarca. El Pere Lachaise de París, el mítico cementerio judío de Praga... No son las postales de la muerte, es sólo mi reconocimiento a la vida. Mercados y camposantos son para mi las señas de identidad de las ciudades. Tiempo de difuntos, momento de vivos y oficio de tinieblas. Y he contado que los muertos no tienen quien les escriba, y yo quiero hacer una carta en el aire, un mensaje de papel en una botella de viento, que avive la memoria y que fije la foto sepia del recuerdo de nuestros muertos, de todos los muertos, de los que tienen el nombre grabado en el mármol y los aquellos anónimos que nadie reclama, los que, como decía mi abuela, han muerto en los caminos de la tierra y en los de la mar.