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Publicado por
Antonio Núñez
León

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HAY GENTE que se extraña de que la Catedral de León, de alias majestuoso la Pulchra Leonina , se caiga a cachos cuando lo raro sería que fuera al revés, como el epitafio que mandó poner Groucho Marx en la tumba para saludar a sus postreros admidadores, aquel que ponía «perdonen, señores, que no me levante». Va ya para ocho siglos que le colocaron la última piedra a la Catedral y desde entonces lo más que se ha hecho es retejar, la última vez en los sesenta, cuando se quemó toda la techumbre un año que no llovía. Lástima que en aquella época Franco se rigiera por el Calendario Zaragozano, fuera alérgico al calentamiento global de la tierra, incluida ésta, y todo su afán fuera inaugurar pantanos en invierno para regar en verano. Si la Narbona, entonces quinceañera, hubiera estado ya en Medio Ambiente, la cosa de la Catedral tampoco hubiera podido evitarse, pero tendría su explicación. En apenas dos semanas se han venido al suelo dos gárgolas de la Catedral, que por fortuna no han pillado a nadie debajo. Por no pillar ni siquiera le han llovido encima reponsabilidades a ninguna de las administraciones públicas e instituciones de guardia para velar por la conservación del primer monumento de León. Sin ánimo de echarles el mal de ojo -para eso estaban antaño las gárgolas- se podria citar, entre otras, a la ministra de Cultura, Carmen Calvo, al presidente de la Junta, Juan Vicente Herrera, al alcalde de León, señor Amilivia, a su eminencia reverendísima el obispo don Julián y a un paisano presidente del Gobierno que responde al nombre de Zapatero, eso cuando se pone. Naturalmente todos ellos dicen que la culpa es de sus ancestros en el cargo. Llegados a este punto, como diría un andaluz, es para cagarse, con perdón, en sus muertos. Los que tendemos a la normalidad, no juramos como albañiles -que perdonen ellos otra vez- ni somos de misa diaria nos limitamos a opinar en el asunto de las viejinas piedras de la Catedral que no se puede comulgar con ruedas de molino. Cavilamos también que cuando en la declaración del IRPF nos pasan el cepillo Hacienda y la Iglesia diezmos y rediezmos serán para obras pías. Tanto han debido de serlo que las de restauración de la Catedral no existen o, por lo menos, nadie ha dicho ni pío. Hombre, sí. De vez en cuando el Gobierno, la Junta o Caja España sueltan unos eurines para arreglar no sé qué goteras, otras veces la fachada, últímamente las vidrieras como uno con las persianas de casa, etcétera, mientras el Ayuntamiento repara los baldosines de la acera y el señor obispo hace rogativas, sólo que al revés, para pedir que no llueva. Los que cada año nos encomendamos a la Virgen del Dado antes de jugarnor los impuestos con Solbes, el del Fisco, allá por junio, pedimos a menudo que las cosas vayan mejor que en el futuro, tanto para Ella como para los cotizantes. Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, aunque nunca cuadre: a mí siempre me sale positiva la declaración de la Renta y al obispo con derecho a devolución por no sé qué desgravaciones o concordatos. Haría falta un milagro para que, según el funcionario de la ventanilla, pasara al revés. Si servidor hubiera heredado de siglos atrás una casa solariega con techos tan altos como los de la Catedral y no como la buhardilla que tengo hipotecada ahora le habría dicho a uno de Agelco, por ejemplo, «macho, hazme un presupuesto y dime cuánto cuesta un apaño general, más o menos para que quede como en tiempos del bisabuelo». Luego iría a Caja España a negociar el crédito para retejar, pediría una subvención de las que da a chorro la Junta para los canalones y, por último, contrataría a lo grande. Es lo que hizo servidor en casa el otro día y, sobre poco más o menos, lo que calcula que le pasa a la ciudad con la Catedral. Pena de que el alcalde y compañía tengan tan poco dinero como yo, pero es que además les falta lo que me sobra a mí. «¿Cuála?», dijo mi mujer mirándome no precisamente a los ojos. «Crédito», respondí yo sacando la Visa, «porque esos están a dos años de las elecciones y a mí me sobra otro par». Dícese que la Catedral se cae por culpa de la piedra caliza de Boñar con la que está construida y que el agua y las ventoleras la erosionan, problema que se agrava en invierno (contracción) y en verano con las solaneras (dilatación). Un antiguo vecino mío de La Bañeza, de oficio gaseosero y de nombre Ramón Acedo, ya fallecido, me contaba de pequeño, que a otros les había llevado la casa la riada y a él no. «Mira, chaval», dijo señalando la suya de tres pisos y la fábrica de gaseosas de la planta baja, «a mí, en cambio me la levantó el agua». Sigo sin explicarme cómo no llegó a obispo.

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