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CRÉMER CONTRA CRÉMER

Antonio Viñayo, medalla de oro de la provincia Ordoño

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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CUANDO EL REY DE LEÓN y de otras tierras fraternas, Alfonso IX, se sacó de la manga real la integración de los vecinos buenos para el manejo de las Cortes e inventó la titularidad de «Cives electi», o sea «vecino elegido», lo que todavía a estas nuestras alturas todavía es título ambicionado por su significación, aquel buen monarca, que no obstante andaba ya en las postrimerías de su poder, se anticipó a su tiempo y pensó en Antonio Viñayo, un montañés de los inquebrantables vecinos de un reino de hombres hechos y derechos. Y el ágil rapaz de la múltiple corona de montañas que distinguen geográficamente, el reino de León acabó siendo, al correr del tiempo, Abad de la Real Colegiata de San Isidoro, donde, efectivamente, se guardaban los cuerpos, algunos incorruptos, de las fembras más hermosas y valiosas de la cristiandad. Y una vez que por sus saberes el montañés Viñayo puso su planta en la capital del Viejo Reino, comenzó ésta -la ciudad- al notar que algo nuevo acababa de alcanzar las aguerridas fronteras, que fueran arrasadas y vilipendiadas por el Almanzor morisco. Y desde su primer alentar en la Capital, el Abad, hoy emérito, comenzó a trabajar. Y fruto de su labor incansable fueron libros en los cuales se encerraba toda la historia de España, debidamente corregida y aumentada. Con Viñayo, se acabaron en cambio muchos pleitos de entretenimiento y de conocimiento sobre todo. Se acabaron las dudas que el Padre Pérez de Urbel impuso en los estudios de la monarquización leonesa teniendo enfrente a otro leonés de pro, el también ilustre y benemérito Luis Alonso Luengo. El nuevo adalid, que llegaba a la capital, comenzó a establecer contactos con gentes y con viejos libros de historia y se convirtió, sin proponérselo seguramente, en el misionero que León necesitaba. A él se debió la transcripción de la misa al mozárabe, lo que atrajo la atención, bien granada, de los fieles y el descubrimiento de un santo más bien discutido como tal, Santo Martino, y no digamos la devoción elevada a doctrina de San Isidoro y su Panteón, la Capilla Sixtina del Románico. Fue y sigue siendo, cuando ya se dispone a gozar de un tiempo de meditación, el Suero de Quiñónez de la mística leonesa. Y sigue en sus trece de no descansar mientras exista la posibilidad de enmendar un error o de descubrir un significado. A él acudieron en todo momento los hombres más ávidos de saber y en él encontraron enmienda sus dudas Una juventud de escasos pronunciamientos teologales seguían la huella de las palabras de aquel cura sonriente y humilde de corazón que en ningún momento ni ante ninguna aventura abandonó armas y bagajes sin la debida corrección. Y por aquel curita montañés que encalló en León, que es puerto de tierra adentro, consiguió que, efectivamente, los leoneses conocieran datos irrevocables de la Historia y motivos personales de unos principios verdaderamente democráticos de la conducta del ser humano para sus prójimos. Este reconocimiento de Antonio Viñayo, Medalla de Oro de la Provincia, es la confirmación del cariño de un pueblo que le quiere y le recuerda de continuo. Tardará en nacer, si es que nace, un hombre más singular y valioso. León, como pueblo agradecido, le da la bienvenida.