Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La vieja Navidad

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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COMO YA NO ES lo que era, no cabe lamentarlo. Cada tiempo exige su color y su música y si no añadimos su forma, es porque los sucesos de los que dependemos, parecen acusar una tendencia a cambiar de formas mediante el bombardeo. Y lo mismo que por la pólvora y el humo se pierden las tradiciones, también, al quedarnos solamente con las piedras desenterradas de nuestros ancestros, nos quedamos sin la esencia. La Navidad que se nos da -y que sea para bien- es una proclamación sin esencias, sin médula doctrinal, sin entraña cultural. Se acabaron las Navidades que contribuían al entendimiento fraterno entre todos los hombres y mujeres, para quedarnos en una ancha y alocada comunidad que aprovecha todas las oportunidades que le pueda brindar el calendario para «celebrar». La Navidad es pues una celebración, no una fiesta. No puede ser una fiesta lo que se manifiesta y se asienta en fundamentos de injusticia y de muerte siniestra. Y ya el nacimiento del Hijo del Hombre anunciaba que venía a dar su vida por la recuperación de los valores sagrados que emanaban de una doctrina de paz entre los hombres y terminó con un juicio tramposo, una condena difícilmente ejemplar y una muerte miserable en la montaña del sacrificio. Cuando todas estas tristes referencias habían sido o intentaban lograrlo un tiempo para la convivencia fraterna y para la paz serena, las familias se reunían y no faltaba durante el cónclave sacro una oración por el alma de todos los difuntos y una plegaria por los caminantes y por los hombres de la mar. Se rezaba, que era una forma entrañable de acordarse, de elevar la memoria histórica a categoría humana, y en León, las buenas gentes de los barrios ensayaban su estilo solidario recorriendo los barrios pobres y dejando a la puerta de las viviendas apretadas, de las callecitas tradicionales (callejas sonoras, con cantigas y músicas elementales) el aguinaldo, que no era como lo es ahora, cuando lo es, una porción oficial de la caridad laboral, sino demostración de un sentido de solidaridad real, espontáneo y sentido. En aquellos tiempos en los cuales los apóstoles andaban buscando o mejor huyendo de sus propios miedos, se formaban en las ciudades grupos cantores que recorrían calles y plazas para hacerles presente a los habitadores que no estaban solos, que todavía existían hombres con corazón capaces de acercarse a los míseros e infelices para corregir, a su modo, músicas estrepitosas de los triunfadores. Y no faltaba pan para el hambriento, ni un techo en el que acogerse. «Alabado sea el que viene en el nombre del Señor, se rezaba, para corregirse al cabo de poco tiempo por el grito infiel de «Barrabás, queremos a Barrabás». Y ¡ay de todos nosotros! Todos los indicadores señalan que Barrabás ha triunfado, que al Dios de los pobres le han crucificado de nuevo y que el mundo, creado para la gloria del hombre, se ha convertido en un mar de llanto, en una inmensidad de fuego, en una demostración de la insaciable ferocidad del hombre contra el hombre. ¡La Navidad ha venido, sí, ¿pero alguien sabe para qué ha sido?

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