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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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ESTÁ YA PERFECTAMENTE comprobado que el tal y cual Don George W. Bush no ha leído las Coplas de Jorge Manrique, posiblemente porque su preocupación de gobernante universal no le permitía la licencia de abrir un libro, en lugar de abrir un protocolo para añadir una guerra más en el panorama universal. Don George, una vez que consiguió el mando superior del mundo se interesó principalmente por conseguir que todos los pueblos se la sometieran. Y para ello puso en circulación e impuso por la fuerza de sus flotas por mar y por tierra, la suprema lección de todo tirano que en el mundo ha sido: «... Y muera el que no piense igual que pienso yo», que era la melodía del maestro Campanones. Y se dispuso a ello con el tesón de todo aquel que elude el compromiso de pensar. «Lejos de mí -repetiría en la hora sagrada de la oración- la fatal manía de pensar». Y para suplir este menester propio de todo ser civilizado, inventó cárceles y extrañas prisiones, poblando el universo de antros en los cuales encerrar y enterrar a sus rivales, fueran o no rojos o azules, blancos o negros. Posiblemente en todo lo que llevamos de siglo no se le ha dado al mundo otro ser más indiferente por el respeto a las funciones humanas propiamente dichas, ni agente de si mismo que con mayor crueldad entablara su personal alegato contra esto y contra lo de más allá, que este personaje de mirada turbia, de gesto decisivo y de mayor contundencia en la aplicación de su ley como el Tenorio de nuestro Zorrilla, «a quien piso provocó/ con quien quiso me batí/ y nunca considero/ que puedo matarme a mí/ aquel a quien yo maté»... Buscando para la satisfacción de su egolatría, arrinconó o asesinó a quien perturbara su singular manera de matar sus fantasmas y con la colaboración de políticos torpes, engañados o putrefactos, como sucedió con España. Cercó por hambre a países desfectos y repartió títulos de sentencia final entre poblados asediados por su manía codiciosa. Y en su haber cabe registrar la anotación de poder declarar que es el gobernante, aparte los sátrapas de Asia hambreada que más muertos ha provocado. Era o es cruel por temperamento, por afición o por vocación y si alguno de los ministros de su religión le pudo llegar a rogar que perdonara a sus enemigos, hubiera impuesto aquella respuesta que le dio a su confesor el general español: «¿Perdonar a mis enemigos? No puedo. Les he matado a todos»... Sonó en el reloj de su vida la hora de abandonar los placeres y los tronos. Los demócratas, sus rivales, le han derrotado de tal manera que de su triste gobernación no le quedará al pueblo norteamericano, ni al mundo, otra señal que la de la sangre. Es llegado el momento de abandonar estrados y solios. Porque Don George: «Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es al morir./ allá van los señoríos a su acabar y consumir». Ha sonado su hora mísero e infeliz Don George W. Bush.

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