OPINIÓN
La tortura de la comida
DECÍA don Quijote que «la mejor salsa del mundo es la hambre, y como no falta a los pobres, siempre comen a gusto». Hay quienes ya no la conocemos con la claridad que da el haberla sufrido, pero sí con el recuerdo de la narración de primera mano, e incluso con algunas limitaciones nutricionales derivadas no tanto de la escasez cuantitativa como de la cualitativa. Y es que el hambre, aquél hambre de las posguerra de nuestros mayores, encontró en su mejor medicina, una buena comida, uno de los mayores placeres en los que no pocos se refugian, o se refugiaban. Porque lo que antaño acabó por convertirse en un placer, de un tiempo a esta parte está por convertirse en todo lo contrario. Las estupendas siluetas de ambos sexos que nos despiertan nuestra adormecida conciencia gastronómica cuando nos demuestran las bondades de una dieta o un producto bajo en calorías son capaces de amargarnos el dulce más dulce. Nuestro bien amado médico nos recrimina el nivel de colesterol, ganado las más de las veces con el sudor de nuestra frente, con el que conseguimos los fondos necesarios para ingerir un poco de colesterol a un precio razonable. Del ácido úrico del marisco, ni hablamos. Tampoco hablamos de los pescados azules, que antes eran malísimos para casi todo y ahora son buenísimos para casi todo. La sonrisa burlona de ese dependiente de nuestra tienda de ropa de toda la vida cuando nos saca, ya de entrada, una o dos tallas más de pantalón que la que creemos necesitar, nos impregna de una melancolía y un remordimiento de conciencia con propósito de enmienda que nos atraganta las intenciones gastronómicas hasta las próximas rebajas. Nos debatimos hasta el agotamiento entre entrar o no a un bar que pone unas magníficas tapas pero que, además, permite fumar. Hasta el autor de este artículo alguna que otra vez nos lleva a la esquizofrenia divulgativa cuando nos aconseja comer nueces porque son cardiosaludables pero resulta que nos dice que son altísimamente calóricas, por lo que nos conducirán al fatal sobrepeso. Pero, ¿en qué quedamos?. Pero la cosa no acaba aquí. Llegan los científicos, individuos de bastante peor intención que modelos de estupenda silueta del yogur que adelgaza, que médicos que aconsejan y previenen o que dependientes amables que desean que llevemos la talla adecuada y no peligremos de sufrir un colapso por asfixia, y nos cuentan que hay no se qué enfermedad que nos ahueca el cerebro y que a las vacas las pone locas. Y, ala, se acabó el chuletón, el solomillo, los sesos y todo lo que tenga que ver con tan noble animal. Hasta que se nos olvida. Luego insisten en amargarnos la vida porque en los chocolates había dioxinas, venenos malos donde los haya. Hasta que se nos olvida. De la peste aviar para que contarles, el pasado año creí ver a varias patrullas del 092 rodeando a algo que resultó ser un gorrión muerto caído en el lugar equivocado. Las pechugas de pollo ya nos las comía a la plancha, me compré un soplete de los portátiles y me aseguraba de carbonizar al virus responsable de tamaña fechoría. Bien es verdad que me gastaba más en lavavajillas para lavar los huevos que lo que me costaban los propios huevos. Y también se olvidó. Y ahora el anisakis echa por tierra esos magníficos boquerones en vinagre y nos obliga a congelar nuestros ya escasos pescados conseguidos en alta mar. Al final, la comida ya no nos vale como refugio de placeres asequibles en todos los órdenes. Tendremos que acabar por volver al sexo.