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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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EN ESPAÑA no se conoce bien a Teodoro Obiang. Según algunos datos que nos proporciona el vecino, el tal y cual Teodoro se hizo con la gobernación (es un decir, porque lo que practica el tirano no es precisamente un modo de gobernar, ni mucho menos), pues a lo que íbamos era a que el tal Obiang se apoderó de los resortes del mando de su propia patria, mediante el fácil recurso de la sublevación, de la mágica desaparición de todos sus oponentes incluso su tío por línea directa, el estrafalario que tenía por entonces la sartén por el mango y la voluntad armada de una partida de colaboradores, se supone que bien pagados. Los únicos bien pagados de los pobladores de Guinea, la de los árboles valiosos y el petróleo más valioso aún que la madera. Y así que se hizo con el poder, el tal y cual Obiang dedicó todo su saber a explotar a todo aquello que podía representar una fórmula fácil de conseguir ingresar en la nómina de los sátrapas ricos, muy ricos, como Pinochet, por ejemplo. Con los cuatro soldados de su ejército personal y los miles de dólares que conseguía mediante el petróleo de la tierra madre, se convirtió en un Nerón, que no le faltaba más que tocar el arpa. Y por si alguno de los ahora súbditos a la fuerza les diera por ensayar algún ejercicio democrático, consiguió expulsar del territorio a todo aquel que no le apoyara incondicionalmente. O le concedía una celda en la cárcel de la villa, o sencillamente se lo cargaba sin dar explicaciones a nadie. Pero el déspota estaba solo, pese a sus secuaces. Sus poderes, su influencia, incluso la perniciosa, no alcanzaba más allá de un puñado de millas de tierra callada y acaso otro tanto de leguas marinas. El resto del mundo no solamente recelaba de sus modos de gobernar, sino que en cierto modo apoyaba a los fugitivos del terror, lo que el draconiano personaje no concebía. Y el mundo civilizado, incluso el democrático, tibio y sin compromiso le colocó en el índice de su cuaderno político, incluyéndole entre los seres más nefastos, más ingratos del orbe, lo que, naturalmente, no hacía más que encender la ambición del dictador y su ansia por establecerse entre los componentes del mundo civilizado. Sin conseguirlo... Hasta que un día, el jefe de la diplomacia española, el señor Moratinos, entendió que convenía a sus planes y talantes incorporar al tal y cual Teodoro Obiang al grupo de sus amigos más selectos y le invitó a visitar el Museo del Pardo, la Moncloa, el Palacio de las Cortes, para que se enterara de como se maneja el gobierno de una tribu. Y en el mismo corazón de la Península Ibérica, se plantó el opresor, sin que oficialmente España se quejara de tan nefasta presencia, que no hacía sino manchar la página histórica que la Península estaba escribiendo día tras día. El tirano fue repelido por unos, por los mejores y acompañado por otros. Y España, los españoles, se sintieron mancillados por la presencia en su casa de aquel villano, explotador de hombres, y asesino de las libertades. España se siente avergonzada; pero que no cante victoriano el tirano, porque ya la copla advierte: «Que nadie se llame a engaño/ todo el que vive por dentro/ por fuera se está matando».