Diario de León

LA GAVETA

El tío de Buenos Aires

Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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HACE DÍAS vi en Valencia una exposición de viejas fotos de la ciudad de Buenos Aires. Imágenes trenzadas en torno a la juventud del escritor Jorge Luis Borges. El Buenos Aires de los años veinte y treinta del siglo pasado era ya una ciudad magnífica. Con algunos edificios muy audaces y elevados, bordeando largas y rectas avenidas. Fotos donde la ciudad del Plata ofrecía una modernidad y pujanza homologables con el Berlín de entonces, o con el Chicago industrioso: calles bien urbanizadas, pobladas de automóviles, de tranvías, de anuncios, de cafeterías, restaurantes, librerías¿ Una de estas fotos me impactó particularmente. Era enorme, monumental, tomada desde un rascacielos. Un gran cuadro de la calle Corrientes. Ampliada, la imagen era muy sugeridora, inundada en ese poético realismo que la fotografía en blanco y negro logra tantas veces. La calle, muy vibrante y soleada, está recorrida en ese momento por cientos de personas, solitarias unas, otras acompañadas, desgranadas todas a lo largo de más de un kilómetro de manzanas, de tiendas, de cafés, de teatros, de vida. Al ver esa foto pensé en un tío mío que vivía en Buenos Aires y que murió hace muchos años. Un tío que casi no supe quien fue. Un tío de mi padre que se casó en América con una mujer, al parecer gallega. Un misterio, aquel tío. Que se llamaba Segundo. Eso sí lo recuerdo, el nombre. Y lo demás es brumoso y bello tanto tiempo después, literario. Porque yo llegué a conocer a ese tío, siendo yo niño. Vino una vez desde Argentina, en un barco que lo trajo a Vigo. Antes de que viniera a España, algo habló mi padre de aquel señor, del que yo no tenía noticia alguna. Y ya prendió en mí la curiosidad, la sorpresa. Y me sentí muy contento de tener un tío en América, lo que tantos otros niños tenían. Un día apareció por casa. Eso debió suceder hacia 1960. Yo tenía siete años, recuerdo su presencia en el hogar. Vestía un traje gris claro, con chaleco. Y hablaba con el acento de la comarca de Ibias, en Asturias, lo que probaba que mi tío abuelo había sido inasequible a la popular entonación porteña. Yo recuerdo que comí con mis padres y aquellos señores a la mesa: un privilegio. También recuerdo que el rostro de mi tío Segundo era bastante enrojecido, y que él me pareció un hombre cercano. Como si no viniera de América, donde llevaba varias décadas y donde, al parecer, se hizo rico. Aunque nunca se supo de sus dineros. De su mujer, empero, no recuerdo nada. Una señora seria que pasó por casa. Poco tiempo después aquel hombre murió. Supe la noticia y poco más. Años más tarde también falleció la viuda. No tenían hijos, y sobre aquel matrimonio cayó la nada, luego el olvido. Pero el otro día, en la exposición de Borges, y ante la foto de la calle Corrientes, lo recordé. Y calculé que cuando esa foto se hizo mi tío tendría unos cincuenta años. Y me dio por pensar que un hombre con sombrero, vestido de oscuro, que se disponía a cruzar una calle transversal, era mi tío a vista de pájaro. O podía serlo. Y miré aquella figura petrificada con un ingenuo y gratuito afecto. Sentí que estaba jugando con el tiempo, con la vida, con un extraño calor familiar. Y pronto creí que yo iba con mi tío Segundo, de la mano, por aquel Buenos Aires de quince años antes de que yo naciera. Y sentí que era verdad ese juego, y por eso ahora escribo este artículo bajo esa ensoñación, bajo esa tentativa. Luego me pregunté: ¿qué haría mi tío en Buenos Aires? ¿A qué se dedicó? ¿Fue feliz? ¿Estuvo triste muchas tardes? Lo ignoro. Pero lo que sí imagino es que se acordaría cada jornada de su aldea natal, tan pobre. Que sentiría el desarraigo. Y que soñaría con volver a donde nunca ya volvió. Para quedarse.

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