CRÉMER CONTRA CRÉMER
Memoria histórica
PUES VERÁ USTED, SEÑORA. Realmente yo todavía no sé a lo que se refiere usted cuando alude a la memoria histórica. Sospecho que no será a la historia de los Reyes Godos, ni siquiera a los cuarenta y pico de años en que los españoles nos vimos sorprendidos por la invasión de los genízaros. Memoria histórica debe querer significar lo necesario que todavía le es al español, recordar los antiguos capítulos de la Enciclopedia que registra nuestra biografía. Por ejemplo, cómo fue la vida y milagros de tal o cual personaje que nuestra apatía le permitió colocarse en las páginas principales del libro. ¿Por qué? ¿Qué méritos le avalaban? ¿Hasta qué punto su esquiva manera de entender el mundo que le tocaba vivir, se convirtió en una aventura provechosa? La memoria histórica a la que usted, sin duda, alude, no puede referirse exclusivamente a aquella tremenda refriega en la cual los españoles, divididos en bandos, se enfrentaron dispuestos al exterminio del contrario. Porque si fue éste el espíritu que animó aquella desventura, lo mejor es sepultar la memoria bajo tierra, arrojar la llave del depósito lejos y volver a intentar rehacer lo destruido, encendiendo, eso sí, las velas de los velatorios para defendernos de las catástrofes. Pero, ¡por los clavos de Cristo! ¡Por todos los abandonados en las cunetas! ¡Dejad que los muertos descansen en paz y no reinventéis momentos de agonía y de selvática aptitud para extinguir la especie. Vivir con el recuerdo de los que pertenecieron a nuestro grupo de amor y de sangre, siempre es bueno, y sirve para paliar los efectos negativos que a veces suscita el ser humano. Recordar a los que fueron muertos y sepultados por la impura palabra del hombre sudoroso siempre es mala papeleta y anuncia la reiteración de ademanes vengativos. Sed, compañeros como el sagrado árbol del sándalo, que perfuma el hacha que le hiere y no os dejéis ganar por el afán del desquite, que inevitablemente lleva a los pueblos a mantener la doctrina bélica y rencorosa del rechinar de dientes y responder al crimen con los mismos instrumentos de terror con que ¡ay pudisteis haber sido injuriados y hasta muertos! Conozco a personas para las cuales la vida se redujo a conseguir la hora del desquite, el momento en el cual se demuestra la ferocidad de la raza humana. Si no conseguimos libremente establecer como mecanismos para la convivencia, una línea de vida exenta de pronunciamientos de venganza, nunca será la paz de los valientes ni siquiera la de los miserables. Porque como el corazón asentado y cubierto de llagas no se consigue el descanso eterno ni de los vivos ni de los muertos. Recordemos a nuestros seres queridos precipitados en el vacío con tormento, con la sencilla amargura de quien les mantuvo en vida mientras pudo y lloró su muerte alevosa hasta secarse, pero no convirtáis un acto de amor en un edicto de sacrificio. Que nuestros muertos no sean la señal para disponer los cartuchos de la venganza, porque ésta nunca compensa ni borra la señal profunda de la sangre vulnerada. Me dice usted, señora, que no le es posible tolerar un recuerdo, una memoria tan profundamente hincada en los entresijos, y que la Memoria Histórica al menos le proporciona el consuelo de que todavía le queda el derecho a odiar al prójimo maldecido. Y no es eso, no es eso. Así, seguiremos convirtiendo la paz que nos sea posible arrancar, en preparación para la guerra que estamos dispuestos a librar.