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DELANTE de esos Cristos difuminados entre oleajes de barro vertical y colorín de plastilina no hay quien rece con piedad y se le pierde el respeto a lo divino abollándose la fe, dice una señora muy enseñorada viendo en la tele la inauguración real, o sea, regia, de la obra mística de Miquel Barceló en su catedral mallorquina de Palma. Esa catedral es de un gótico de mucha crestería pinaculera, pero nos parece poco esbelta a quienes gozamos la costumbre de catedrales con otro cuerpo; es un gótico algo paquetón. Gaudí reinventó el gótico mágico cinco siglos después de muerto este arte de la Edad Oscura, que es como llaman los ingleses a la Edad Media, tiempo de barbarismos dogmáticos y feudalistas. Y dice Barceló que no pudo despegarse de Gaudí y de su influencia al abordar esta obra gigante de pegote genial, arte sublime y controversia de pasmados, una obra que ya está propiciado romerías de curiosos y entregados a esta capilla tan ojival y fría de ornatos hasta que vino el mallorquín para casar en ella al mar, la tierra cruda y los rastros del misterio cristiano. Este matrimonio plástico en un recinto gótico le salió a Barceló más sugerente y honesto que la pinturería hortera y malhadada que le pirra a esa señora muy enseñorada, y que son los cromos coloristas y copiados que estampó Kiko Argüello en la catedral de la Almudena, que es gótico falso y frígido de beatería pretenciosa, tramoya peliculera. A Barceló, en este trance religiosista y en su obra algo desconcertante y sugerente, le abominan unos cuantos y le exaltan otros muchos hasta el delirio o rendimiento ante su fenómeno. Su trabajo en Palma a nadie deja indiferente, ni siquiera a los adoradores de ese horterismo imaginero de las escayolas en Olot con vírgenes y santos de gran colorete y purpurina, lagrimones de cristal de roca y coronas de oropel. Algunos se espantan. A Gaudí, que también sorprendía, encandilaba o escandalizaba, le ponían a parir los leoneses mirones arracimados ante las obras de Botines y el genial arquitecto hubo de abandonar la dirección de obra de este casón apenas iniciado su alzado; le aburría y le encendía el corro de ceporrismo cazurro maledicente hijo del desprecio del ignorante. Pero ese leonés saca hoy pecho y orgullo patrimonializando como suyo aquello que insultó y ridiculizó.

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