CRÉMER CONTRA CRÉMER
El chico que iba para diputado
TODO EL AÑO ELECTORAL es un año carnaval, repite el Luterio, que es un chico que sabe de dónde le vienen los aires y que en tiempos de nieve usa madreñas. En vano le aconseja el párroco de la diócesis, que es un verdadero libro abierto, que no saque el pie de debajo de la manta, porque el Luterio es, por naturaleza y por ambición, un ser para la política. Cuando alcanzó los doce años aproximadamente y ya era capaz de leer «de corrido» decidió hacer leyes, o sea estudiar para abogado, no porque la sugestionara el hecho de ser un jurídico de renombre y el título le sirviera para quedarse con la vaca en caso de pleito local, sino porque era la carrera de la política. Todos los concejales de la capital y los de la región andaban detrás de la titulación, para caciquear lo suyo y lo de los demás y quedarse con el santo y la limosna. En la España del Luterio la política se entendía como un oficio benéfico para sacar peras de un guindo y no se concebía que se pudiera llegar siquiera a edil municipal si no se alcanzaba la titulatura de abogado, con todas las letras. Y el Luterio se hizo abogado, como otros de su pueblo, se habían hecho fabricantes de jaulas para gallinas ponedoras. O sea, en el pueblo, lo importante, después de todo, no era ni siquiera la abogacía sino hacer dinero, «honradamente si era posible» y el Luterio honradamente se afilió a uno de los partidos que más porvenir ofrecían y de primeras dadas consiguió que le hicieran en el pueblo concejal de aguas, o sea administrador de charcos, que era lo único que abundaba en el territorio. Pero una vez dentro, fue, pasito a paso, conquistando puestos y al año escaso de funcionar en la charca, consiguió ser calificado para representar al pueblo en la gran asamblea del partido, que se solía celebrar en la capital del reino. Y ya en Madrid, que era su paso más decisivo, comenzó por regalar un gallo capón al jefe del partido en la jurisdicción, y gallina va gallina viene, consiguió ser distinguido con la cruz de metal del trabajo y la calificación de militante seguro. Se le impuso la cruz y al mismo tiempo se le concedió un puesto en la lista de candidatos para componer la relación de representantes en las Cortes del pueblo de nacencia. Y no es que lo hiciera ni mal ni bien, sencillamente apenas si se hizo notar, salvo en los momentos cruciales de la internión del jefe, momento en el cual debía hacerse notar siquiera mediante aplausos reiterados y otras demostraciones de fidelidad a la causa. Consiguió la fuerza de arrastrarse, como los caracoles, que se le inscribiera en la relación de los ilustres indispensables y un día, precisamente el coincidente con la fiesta de Santo Antón, el patrón del territorio, volvió al pueblo, vestido de diputado vitalicio, con jubilación y todo, luciendo la medalla del trabajo y proclamando su deseo fervoroso de conseguir la concesión del puente sobre el río Pi, que si no tenía agua, al menos disponía de cauce. Y pasaron los años, y pasaron las elecciones y los carnavales y Don Luterio se hizo un hombre de provecho... Se le puede seguir la pista en Madrid, que es donde trabaja, por su nominación para ministro de algo, de lo que fuere, porque el Luterio, bien se lo merecía, por su abnegación, por su lealtad a los principios y por sus famosos silencios en las Cortes.