Diario de León

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AHORA que murió Finisterre, albacea de la fundación León Felipe en Méjico y viejo exiliado español que pasa por ser inventor del futbolín durante su estancia en las cárceles (los ingleses atropan en revuelto y dicen que el invento es suyo), habrá que hablar de este genial trasto que amuebló los tantísimos tiempos muertos o grillados de nuestra infancia y adolescencia modosa y con granos. El futbolín es para muchos de nosotros una metralleta de recuerdos y nuestro principal monitor de educación física (aunque parezca extraño, se suda mucho en esta pasión y había que dejar los jerseys escolares en montonera). Homenaje merece... y también una liga internacional de futboline-chapas-league (siempre había chaperos y disimuladas mariconas deambulando en los salones recreativos por ver posturas o pillar arrime). Debería relanzarse su fomento y su barato entretenimiento, pues ni siquiera hay que enchufarlo. La única energía la ponen los contendientes que serán dos, como mínimo, o cuatro, lo ideal. Curiosamente, no existió jamás un reglamento del juego y en cada lugar se dictaban normas o particularidades: «se saca siempre desde el centro y no vale pararla, ni la guarra ». En otros sitios se aceptaba el córner o sacaba la pelota el equipo con gol marcado, esos goles golazos que siempre sonaban como un tiro a campana de madera. Lo mejor del futbolín era el estar anatematizado por maestros enfurecidos ante el tiempo perdido en sus peloteos. Los futbolines, como las putas con las catedrales, siempre se arrimaron a zonas escolares. ¿Quién no recuerda en León el salón de El Pata , verdadera academia de novillos y universidad del malevaje cazurrete y pequeñajo donde incluso se matriculaban estudiantes de Veterinaria mascullando marcadores entre mordiscos a un bocata de sardinas de lata?... La última vez, y la primera, que vi a Finisterre fue hace unos ocho años en León. Vino a traerle un pergamino y honras de la fundación mejicana a Crémer, que no pudo cruzar el charco para recogerlo. Llegó el buen señor con discurso algo ñoño y una acompañanta estupendota y pretenciosa que se nos puso algo piripi de morapio y, como era cantante lírica la tía, nos atizó con aria de La Boheme. Aquello era cena literaria y nos estuvo bien merecido.

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