EL AULLIDO
Crémer se pone a cien
CIRCULABA POR LOS CAFETONES de la Avenida Madrid el rumor de que Victoriano Crémer era inmortal. Por eso yo tenía veintitrés años, leía en secreto como los mendigos de novela e iba en las tardes de los martes a la tertulia que don Victoriano tenía y sostenía en un bar intranquilo y postmoderno, con música ambiente y muchachas de cuerpo justiciero, casi debajo de su casa. Allí el poeta hablaba sin escucharse como por necesidad. Y a mí sin embargo me gustaba acompañarle como si así pudiera resarcirme de mi vitalismo elemental, y contagiarme de la eternidad que aquel hombre desprendía¿ Escucharle no era leerle ni se le parecía. Y es que don Victoriano, ya entonces, cargaba a cuestas un acusado escepticismo casi corrosivo que acaso era predecible en un hombre tan curtido que ya no estaba para guerras ni paces, claro, pero de todos modos aquel descreimiento a mí me sorprendía. Han pasado los años como unos puntos suspensivos y el escepticismo de ese hombre parece que ha ido a más pero, sin embargo, no ha minado ni su vitalidad, ni su columna casi diaria, ni «sus ganas de más alma» como diría César Vallejo. Desde entonces he hablado muchas veces con Crémer, pero no deja de sorprenderme el hecho de que por más que cambie yo y por más vueltas que dé mi vida, a él le veo igual que siempre, igual de lejos de nunca, igual de vacío de nada, igual de lleno de la energía justa para ir tirando por su vida sin final. Sí, van cien años de existencia: ¡feliz cumpleaños! Por eso ahora que acabamos de hacerle un homenaje y estamos en el año Crémer escribo sobre él porque sin duda esta ciudad, y todo el que escribe o lee en esta ciudad, le debe algo o mucho a don Victoriano. El reconocimiento es un terreno contiguo al agradecimiento. La sombra alargada de la vida se vuelve prodigio en los más que bien llevados cien años de ese hombre de algún modo tocado por los dioses. Sí, Victoriano Crémer es inmortal. Lo sé porque hasta el periódico habla de ello, nunca suficiente, y porque desde que le conozco entiendo por qué los poetas son una ciudad aparte, un mundo aparte, viviendo una vida apasionada y siempre larga -incluso cuando es corta- en medio de los demás. Él, como Juan Carlos Onetti, cuando escribe «siente que aún está agarrado a la cola de la vida» porque vive para eso y, además, vive por eso. Supongo pues que aún sigue tomando notas cada día y escribiendo su artículo diario porque es su aviso diario de que aún sigue entre nosotros como un viejo tranvía que sabe a dónde va. Oh, ya un siglo de palabras una detrás de otra formando un sendero largo, transitable, por el que ha caminado como un perro sin amo que aúlla entre las vías del tren su soledad. Un siglo plagado de recuerdos y de pequeñas cosas. De poemas que retrasan el otoño del patriarca. Un siglo laborioso que ya ha quedado atrás. Los poetas de mi generación avanzaban como Jack el Destripador matando padres, sí, pero yo tenía veintitrés años, leía en secreto igual que las prostitutas de la Grecia antigua, e iba a tomar café con Victoriano Crémer igual que quien no terminaba de creerse que aquello de escribir fuera real. Desde entonces el tiempo ha persistido en su ritmo de rueda dentada y tras tanta retórica ahora aquellos cafés hipnóticos con Crémer, aquella fascinada iniciación mía en la palabra mágica, en la observación y la meditación, me doy cuenta de repente de que aún significan algo. Hace ya mucho tiempo que no sintonizo del todo con sus artículos, pero ahora, en una tarde invernal y carnavalera en la que el aire y la luz poseen una textura más fina, así, como de una calidad antigua y nueva al mismo tiempo, acabo de releer su poemario «Nuevos cantos de vida y esperanza» y he comprendido que algún día moriré, pero Crémer quedará.