Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La agua para beber

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VICTORIANO CRÉMER
León

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León no fue nunca ciudad seca, ni mucho menos. La ciudad estaba surcada por arroyos copiosos y numerosas fuentes. Y los barrios se completaban con fuentes y arroyos que recorrían los barrios. Las fuentes de Santa Marina, de San Mamés, de La Corredera, de San Pedro, y sus aguas manantiales conseguían mantener claras y cristalinas, rebosantes de pamplina, según cantaban las chicas de los corros por las plazuelas, convertían a León en un enclave singular, por lo que algunos ambiciosos insistían en considerar el territorio como una especie de Venecia de secano. Y dos ríos, dos copiosos y tentadores ríos cruzaban tierras de auténtico secano, pero feraces como regadas por los mismos ángeles. Cachirríos, le llamaba aquel Don Francisco de Quevedo y Villegas, huésped temporal y sufridor en San Marcos, de los azares históricos de un país siempre en el filo de la espada aventurera. Al costado de estos dos sueños para la navegación, si fuera posible, las huestes romanas levantaron sus campamentos y se prestaron a servir de pila bautismal del futuro enclave para los gladiadores del Imperio. Lo que de verdad diferenciaba a León de otras ciudades, no menos esforzadas y dignas, no eran sin embargo sus ríos, sus arroyos, sus fuentes, con ser estos datos imprescindibles si se pretende concebir lo que era León en esos tiempos romanos, que tanto esfuerzo e ilusión están despertando ahora y en esta hora. Lo que de verdad daba prestigio a la ciudad era su luz, no sus luces, sino la claridad que le venía a la ciudad de un cielo ancho y luminoso y el reflejo que sus aguas proyectaban. Las aguas de León llegaron a tener tanta o más fama que alguno de aquellos conventos que Almanzor derribó a su paso conquistador. Y si algún peregrinante hacía un alto en el camino, no era tanto para postrarse ante los altares como para recoger la fresca caricia de tantas aguas limpias como recorrían el cuerpo heroico de León. No hacía falta hospedajes para andantes de Cristo, ni fuentes especiales para saciar las sedes santas del camino hacia Compostela, bastaba con aquellas fuentes de los costados verdes de una ciudad orlada de choperas, los galgos del paisaje. Bueno, a lo que íbamos: De tanta claridad, de tanta música acordada de las aguas, de tantas fuentes ya no queda nada. A León le sucede lo que a la Granada de Villaespesa: «Las fuentes de Granada/ ¿habéis oído algo más triste que su triste gemido?». Porque las aguas de León, ya no saben a agua, ya no recogen el alarde de la vida de la ciudad, sino su sabor putrefacto. Las aguas de León saben mal y el municipio o quien corresponda no hacen nada por sanar sus sabores. Las aguas de León están descompuestas y el andante, el sediento se ve obligado a buscarse el agua industrializada. ¿Por qué León, que tantísimo se preocupa de la nieve en los altos para el ocio turístico y tan esforzada contribución económica hace para mantener en pie, el cadáver deportivo de la Cultural, no se preocupa de dotar a León de aquella agua pura, clara, cristalina, rebosante de pamplina urbana, que tan famosa le hizo cuando el agua servía para beber?

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