CRÉMER CONTRA CRÉMER
El ladrón arrepentido
SEGURAMENTE se lo refería su madre, poniendo de relieve el peligro que supone para la salud del cuerpo y del alma, el libertinaje y la falta de respeto hacia los mayores. Y el padre, más duramente, porque los padres tienen que ser un poco más duros que las madres, para que las hijas les quieran a ellos más que a ellas, aprovechando sus ratos libres para advertir a Laura, su hija del alma, que si se salía de la raya, si no aceptaba los buenos ejemplos que sus abuelos le habían proporcionado a lo largo y a lo ancho de toda una vida de honestidad, de honradez y de vestiditos sin escotes hasta el ombligo, acabaría mal. Y más o menos, con reparos el muchacho de la casa se había ajustado a las normas dictadas por la familia y había salido un chico aprovechable, aunque con serios reparos. Por ejemplo, desde hacía algún tiempo, se sentía empujado a quedarse con el bien ajeno, sin reparar ni en las penas del código ni en las nobles advertencias de sus mayores. Y robaba, y robaba y robaba, sin distinguir los efectos objetos de su predilección. Hasta que terminaban los guardias por cogerle con las manos en la masa. Y como daba la circunstancia de que la masa era de cuantía inferior, la cosa se quedaba en una noche en el trullo y al día siguiente, bien de mañana, ya en la puñetera calle... «Pero hijo, le repetía su amada madre, ¿es que no puedes dedicarte a trabajar un poco?». Y se puso a trabajar para no dar un disgusto a su madre, de repartidor de publicidad por los buzones de las viviendas de la localidad. Y no es que se buscara el motivo para insistir en su vicio, que tampoco el robar es un motivo de alegría, sino que la ocasión le venía a la mano y el muchacho se encontró una jornada con las llaves puestas en una puerta. Y sin pensarlo o a pesar de pensarlo mucho, se apropió de las llaves, las probó en una cerradura y con asombro y cierta alegría, comprobó que la puerta cedía. Y no se hizo rogar y penetró en la vivienda y ya una vez dentro, se dedicó, por pura curiosidad, a ver qué era lo que se guardaba en la casa. Y como había alguna sortija, tal collarín o cual pareja de pendientes pensó que, puesto que se encontraban los objetos en la vivienda y no sobre las bellas formas de la dueña, que era para lo que sin duda estaban destinadas, se quedó con ello. Pero vinieron los guardias y le cercaron y el chico que no tenía ganas de dialogar siquiera con la policía, se adelanto y dando muestras de arrepentimiento, devolvió los objetos robados, naturalmente pidiendo perdón. Pero una cosa es la conciencia y otra la verdad del caso, y sin reparar en lo que la devolución de lo robado, voluntariamente, y las muestras de arrepentimiento de que daba muestras el chico, la Justicia pide la palabra para pedir para el ladrón arrepentido, cuando menos dos años de cárcel. Y es lo que sin duda pensará el infrascrito: «Joer, si sé yo que devolviendo lo robado y expresando mi arrepentimiento me iban a trincar, leches devuelvo yo los pendientes siquiera para mi hermana». Con lo que se demuestra que la doctrina que dice que un acto de contricción da a un alma la salvación, no se corresponde con la realidad».