LA GAVETA
Plaza del tiempo
PASÉ LA TARDE en la plaza de Fernando Miranda de Ponferrada. Lo hice algo escondido, desde la cristalera de un bar. No tenía prisa, empecé a diluirme en aquel territorio. Si uno tiene una patria minúscula, la más pequeña de todas -las cuatro casas de entonces y sus pobladores-, pues la mía es esa plaza. Y allí viajé por el tiempo el otro día porque uno es incorregible. En todo. Miraba por las ventanas del café y pronto llegó el momento en que ya no veía el suelo pavimentado, los edificios nuevos, los bares pulcros y nuevos del otro lado de la plaza. No. Yo veía aquel rectángulo de otra manera: mitad jardín, mitad asfalto. Y una fila de bancos y una gasolinera en medio. E incluso vi la plaza antes del jardín y el asfalto, cuando casi todo era piso de tierra y una carretera de pavés, que venía desde el muelle de la estación. Empezó al poco a sonar el ruido de la sierra de Venancio García: cortaban troncos. Yo nunca supe quien fue Venancio García, pero su nombre sonaba de cuando en cuando por casa. Era una de esas personas mayores que conocen nuestros padres, y que nosotros nunca sabemos quienes fueron. Y el tiempo pasa, y se van los venancios y los garcías, y quedó su nombre como una bandera rumbo al vacío. Luego llegaron a la plaza unos camiones antiguos. El motor delante de la cabina, como en los anuncios de los años treinta del siglo pasado. Camiones grises, podían haber sido militares. Camiones con matrículas insólitas, OR-450, cosas así. Y un conductor viejo, sin prisas. Dueño del saber del mundo: dueño de saber que todo acaba siendo muerte. Y olvido. Y algún loco que pasa y que recuerda sin saber bien qué recuerda. Como yo ahora. Pero me gusta, sí: es lo que vengo a ser. Recordar, que no es mérito ni es nada, porque uno salió recordador como otro sale delantero centro. O cantante de fados. Por cierto, me hubiera gustado ser cantante de fados. Vivir en Lisboa, no tener nada más que un piso pequeño, con algunos libros, y por las noches ir a cantar a cualquier sitio. Tampoco era preciso ser famoso, ni nada. Casi mejor ser nada. Como Pessoa. Ser nada, pero me estoy yendo de lo mío, de la plaza de Fernando Miranda (iba a escribir Fernando Pessoa) Vuelvo a la plaza, donde no veo a Pessoa pero donde salen otros portugueses. Inmigrantes de antaño: uno que tenía un camión. Y un hijo que jugaba al fútbol. ¿No era Tirone, que iba conmigo al colegio de San Ignacio? Creo que sí. Plaza de Fernando Miranda y del Tiempo. Hay un kiosco ahora, pero yo veo otro: mínimo, verticalísimo, casi vacío. Y un hombre joven y pobre dentro. No vendía periódicos, sólo chucherías: Un día lo vi devorando un plato de lentejas. Situó el plato sobre el antepecho de la ventanilla donde despachaba cigarros y vacío. Algunas palabras también. Gratis. Frío en la plaza, extrañeza en el alma: y mi padre en el balcón, mirando a ver si venimos pronto. Sobre todo mis hermanas. Mi madre, a la vez, leía en el salón uno de aquellos libros que hablaban de caminos hacia la felicidad, hacia la luz, hacia todo. Plaza de Fernando Miranda, y ahora llueve, y siento el ruido del agua sobre las piedras. Y cuando escampa, empiezan a salir los vecinos. Luisa, que vivía en una casa pobre que un día visité. Luisa que iba a limpiar portales, y que era del pueblo de mi padre. Y María, hermana de Luisa, también soltera, y que anduvo por el mundo con limitaciones y cansancios. María era la portera de nuestro edificio subía y bajaba las escaleras en la sobremesa, con una gran lata donde iba recogiendo los residuos de las comidas familiares. Los residuos de la vida, las adherencias de la muerte que se iban pegando por los hogares, por las palabras, por el aire. Y María se marchó, y empezaron a venir otros, pero ya no puedo seguir, se termina el papel. Algún día volverán. Quizá.