Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Se muere con todos los permisos

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VICTORIANO CRÉMER
León

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AL FIN SE LE CONCEDIERON todos los permisos para morir. Llevaba veinte años de sufrimientos, inmóvil en la cama de un hospital. Existen, por lo que se conoce, leyes laicas y leyes religiosas que niegan a la persona enferma terminal el obligado permiso para cerrar definitivamente la puerta al sufrimiento. Desde que se le declaró la dolencia y su irremediable empeoramiento, la enferma Inmaculada Echevarría venía solicitando que, por el amor de Dios, la libraran de tan grande penitencia. Se supone que no tenía un historial lo suficientemente frágil como para considerar que no merecía la gracia de la muerte. Y hasta la ciencia, sobresaltada, emitía mensajes de conformidad porque cesara la condena. Porque Inmaculada ya no tenía capacidad para nada que no fuera la muerte. La muerte, decía la infeliz, en la medida que le era posible comunicarse, era una liberación. Y así un año y otro año, hasta veinte, sin que se conmovieran las columnas del templo. Se escucharon voces conmovidas que, incluso con lágrimas en los ojos, solicitaban de quien tuviera poderes para ello, que se libraran los permisos necesarios para que la condenada a morir en silencios cómplices fuera al fin liberada. Y le fuera concedida la gracia de morir en paz. Porque Inmaculada Echevarría no disfrutó más que de una ráfaga de paz, cuando aún tenía esperanzas de vida. Tuvo un esposo y la desgracia se lo llevó. Concibió un hijo y se obligó a ceder la maternidad por su imposibilidad física. Y quedó estática en el lecho inclemente del hospital, bajo la atención obligada de religiosos y de enfermeras desconectados de los mecanismos del poder. Porque el poder, la ley, la costumbre y los fervores tradicionales no permitían otra solución a su estado que el sufrimiento permanente, la muerte sí, pero dolorida, lenta, sin razón ni sentido. Así durante veinte años de muerte en vida, de corrosivo desnacer, de imposible recuperación. Con un libro entre las manos y un sentimiento de corrupción en la sangre. Se ha sugerido una vez más la legalidad de la eutanasia o su condena teológica. En verdad en verdad cabe asegurar que se trata, una vez más, de una acción de hipocresía, de deslealtad con la ley de Dios y de los hombres, de una demostración de la implacable indiferencia de ciertos estamentos ante el dolor del prójimo. Estamos en vísperas de la Semana Santa cuando, al fin y obedeciendo no sabemos a qué principios morales, políticos o sociales, aquellos de cuya voluntad dependía Inmaculada Echevarría, dictaron sentencia favorable. La agónica podría alcanzar la gracia de la muerte, de la liberación, del abandono del dolor y de la miseria de la enfermedad. Y se ayudó a su muerte sin dolor, a su resurrección en el recuerdo, a su abandono teresiano, porque vivía ya sin vivir en sí misma y tan serena vida esperaba que moría porque no moría... Las matracas de los corazones sonaron al fin roncamente a gloria.

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