LITURGIA DOMINICAL
Una fábula para la Semana Santa
ES la tarde de un viernes y estás conduciendo hacia tu casa. Sintonizas la radio. Cuentan una historia de poca importancia: En un pueblo lejano han muerto 3 personas de alguna gripe muy rara. No le pones mucha atención. El lunes escuchas que ya no son 3, sino 30.000 personas las que han muerto en la India. El martes ya es la noticia más importante. Le están llamando «La Influencia Misteriosa» y nadie sabe controlarla. Europa y Estados Unidos cierran sus fronteras. Pero es inútil. La gente comienza a reunirse en iglesias, sinagogas y mezquitas para orar por una cura para esta enfermedad. En horas, parece que invade a todo el mundo. Los científicos siguen trabajando para encontrar el antídoto. De repente, viene la noticia esperada: se ha descifrado el código de ADN del virus. Se puede hacer el antídoto. Va a requerirse la sangre de alguien que no haya sido infectado y de hecho se corre la voz para que todos vayan al hospital mas cercano para que se les practique un examen de sangre. Vas de voluntario con tu familia, preguntándote qué pasará. Te hacen los análisis. El doctor sale gritando un nombre que ha leído en el registro. El más pequeño de tus hijos está a tu lado, te agarra la chaqueta y dice: ¡Papá, ése es mi nombre!. Antes que puedas reaccionar se están llevando a tu hijo y gritas: ¡Esperen!... Y ellos contestan: Todo está bien, su sangre es pura. Creemos que tiene el tipo de sangre correcta. Tras cinco minutos los médicos salen llorando y riendo. El doctor de mayor edad se te acerca y dice: Gracias, señor. La sangre de su hijo es perfecta, puede hacer el antídoto. La noticia corre por todas partes. En eso el doctor se acerca y dice: ¿Podemos hablar un momento? Es que no sabíamos que el donante sería un niño y necesitamos que firmen este documento. Y preguntas: ¿Cuánta sangre? La sonrisa del doctor desaparece y contesta: La necesitamos toda. No lo puedes creer y tratas de contestar. Tú preguntas: ¿pero no pueden hacerle una transfusión? Y viene la respuesta: si tuviéramos sangre limpia podríamos... ¿Firmará? ¡Por favor! ¡Firme! En silencio y sin poder sentir los mismos dedos que sostienen el bolígrafo en la mano, firmas. Te preguntan si quieres ver a tu hijo. Caminas hacia esa sala de emergencia donde está tu hijo. Tomas su mano y le dices: Hijo, tu madre y yo te amamos y nunca dejaríamos que te pasara algo que no fuera necesario. Y cuando el doctor regresa y te dice: Lo siento necesitamos comenzar, gente en todo el mundo está muriendo... ¿Puedes darle la espalda a tu hijo y dejarlo allí? Al poco tiempo, dominada la enfermedad, casi nadie se acuerda del sacrificio de tu hijo. Quisieras pararte y gritar: Mi hijo murió para salvaros ¿Acaso no os importa?... Tal vez eso es lo que Dios nos quiere decir: «Mi hijo murió por vosotros, ¿todavía no sabéis cuánto os amo?».