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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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CONFIESO DE ANTEMANO mi admiración sin límites hacia la mujer, sea esta blanca, transparente o tirando a oscura y opaca. La mujer, diga lo que quiera el cura de la parroquia, es lo único perfecto que surgió cuando el Sumo Hacedor andaba precisamente haciendo el complemento para la vida en el Paraíso Terrenal, del Adán único y aburrido. Y consciente de lo que esta ausencia de compañía para el varón inicial. Cuando hasta las culebras que se subían a los árboles andaban a rastras sin levantar cabeza, surgió la mujer de una costilla del hombre, lo que dio lugar al enojoso chiste de que por eso se dice que toda mujer es un hueso... Pero como el can, corremos tras el regalo y mantenemos la ilusión y el afán de vivir. Hasta no hace mucho, el hombre aparecía en los historiales como el dominador, como el amo del celeste cotarro y la mujer se avenía a servirle la cena y a calentarle la cama. Hasta que, transcurridos tiempos y tiempos, las guerras y más guerras, llegó un momento en el cual la mujer pensó que ya era suficiente y se dijo basta, o sea se acabó lo que se daba, y solicitó un puesto, o todos los puestos previstos para la movilización de la sociedad. Y así que pasó por el esteticista y se dio cuenta de lo buena que la mujer estaba, pidió un puesto en la lista electoral de su tiempo, hasta conseguir ocupar «el puesto que tiene allí». Cuando se habla de invasiones y se dirige la intención hacia los ecuatorianos o hacia los senegaleses estamos retorciendo el problema, porque la verdadera invasión es la de la mujer, que viste y calza y que muere bajo los efectos de la barbarie del macho cabrío más cabrío que macho. Y asistimos no sin cierta amargura a la mujer liberada, aunque más esclava que nunca, dirigida por los estetas, por los políticos, por los miembros de la Conferencia Episcopal, por las propias señoras encargadas en todos los municipios de la dirección de las fiestas patronales, por todos ellos que condicionan su situación actual. O sea, la mujer, objetivamente contemplada, ha perdido espacio, categoría y capacidad para imponer su ley, que es lo que en puridad quieren todas las señoras elegidas, para quedarse en lo hablado o en lo que disponga el macho mandón... Aparentemente, parece que la mujer está alcanzando la victoria a la que aspiró desde los tiempos del sufragismo. Pero si bien se mira y se calcula es todo lo contrario: es ahora y en esta hora democrática cuando la mujer resulta más sometida a la influencia y al poderío del varón, porque al frente de los mecanismos del poder siempre o casi siempre hay un hombre, que es el que manda de verdad, obedeciendo las consignas del inevitable varón. La mujer lucha, hasta dejar la piel en los quirófanos por aparecer más bella, mejor hecha o más sugestiva. ¿Para qué, por qué?... sencillamente para hacer lo que manda el de la globalización. Así hasta que un día, o quizá una noche cualquiera, la mujer, cansada de todos los maltratos y de las obediencia debidas, decide abandonar a ese jicho de las broncas y se echa a la calle en busca de nuevas aventuras. ¡La mujer! ¡Oh, la mujer!

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