Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Mírale por dónde viene el mejor de los nacidos

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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EN AQUELLOS TIEMPOS nuestros cuando los niños besaban la mano de los ancianos y el cordón de los frailecitos que iban por la calle, la Semana Santa Leonesa, tenía acentos muy conmovedores de poblado rural: con una, o a lo sumo, dos cofradías, casi siempre haciendo referencia al Cristo de la Cruz o de la Dolorosa. El Cristo tenía una cierta sombra agónica. Salía de los Franciscanos del jardín y desfilaba rodeado de labriegos que se desplazaban incluso de sus tierras de nacencia y de existencia, por seguir la ruta dramática del Cristo, descalzos y con la mirada perdida. El día antes, o sea en el momento previsto para el llamado pregón, se reunía la junta de mandos y decidía iniciar el llamado tiempo de penitencia, haciendo la llamada a los hermanos, a golpe de tambor y de clarín. La esquila, por una sola vez, se convertía en réplica musical, en estridente grito de dolorido sentir. Los hermanos se reunían previamente para celebrar la apertura real de la Semana Santa, en el figón más de turno y de moda, en donde todos los componentes de la Ronda se reunían para gustar de un guisote de bacalao picantón, regado con grandes tragos de vinarro áspero y penetrante. Cumplido el rito se echaban a la calle y encabezado de cierto modo dirigidos por el trío musical (trompeta, tambor y esquila), se procedía a recorrer la llamada ruta oficial, comenzando por el gobernador y seguido por los abades, y padres pasionales. Y así con la dramática llamada: «¡Levantaos, hermanitos, que ya es la hora!», comenzaba de hecho y de derecho la procesión, es decir la representación de la Pasión y muerte del Hijo del Hombre. El día anterior, el Viernes de Dolores, le correspondía salir de su palacio o fortín del Mercado a la Virgen. La Virgen llevaba en brazos al hijo muerto. Y esta composición ejercía tan hondo quebranto en el ánimo de los leoneses que no era extraño contemplar a mujeres muy mayores surcada de arrugas y de lágrimas, con la vela encendida entre las manos. Luego cuando ya se convenía la salida de esta o de la otra Cofradía con sus imaginerías, las gentes de la ciudad y de los alfoces, corría a ocupar los puestos o localidades para contemplar el paso titular, con sus Cristos y sus Dolorosas. Y se producía el gran silencio de los dolores. Hubo un tiempo en el cual algunos papones intentaron imitar la sacralizad de las cofradías andaluzas y alquilaron a una «saetera» profesional que casi siempre se salía por aquello de «fervor del pueblo andaluz / que todas las primaveras / anda buscando escaleras / para subir a la cruz». Porque ya era primavera. Y a los fervores naturales de la semana dedicada a la representación de la Gran Pasión, se unía el ímpetu de vida que se des bordaba.

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