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CARLOS G. REIGOSA
León

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SIN DUDA, pasará a la historia como un líder desmesurado. Y probablemente será más recordado como el dirigente que condujo a Rusia a las libertades que como el pésimo gestor que la arrastró al desastre económico, con un capitalismo brutal y caótico. La memoria histórica dirá. Porque lo cierto es que el personaje da para muchas consideraciones. Era autoritario y caprichoso, y combatió con energía a todos sus adversarios, aunque nunca los persiguió sistemáticamente hasta la eliminación física, como algunos de sus predecesores y no sé si también como su heredero. Destrozó el ambicioso proyecto reformista de Gorbachov porque prefirió creer que no conducía a ninguna parte ni avanzaba a la velocidad adecuada. Liquidó el imperio de la URSS de un plumazo, con una determinación que causó escalofríos. Su momento de gloria fue cuando se subió a un tanque en agosto de 1991 y conjuró, jugándose el pellejo, el golpe de Estado en marcha contra la desintegración de la URSS. Liberó al presidente Gorbachoy y acto seguido lo desautorizó y lo arrinconó para siempre. Irascible, díscolo, caprichoso, es difícil trazar la línea de coherencia que une sus actuaciones. Sin embargo, empujó a Rusia hacia las libertades y puso en marcha una democracia rudimentaria que su sucesor, Vladimir Putin, no ha hecho más que encorsetar, limitar y empeorar. Boris Yeltsin murió el pasado lunes, a los 76 años de edad. El 31 de diciembre de 1999 le había transferido el poder a Putin y desde entonces conoció la mordaza de un entorno político-familiar que se encargó de hacerlo enmudecer. Extinguida su popularidad de los buenos momentos y sin un maldito tanque al que subirse, Yeltsin se convirtió en rehén de los suyos y de su pacto con Putin. Dicen los expertos que se mantenía muy crítico con la política de su sucesor y que siempre anheló aparecer en una televisión y pedir perdón por haberlo designado. Lo cual demostraría también que era un ingenuo. El ex KGB Putin conoce muy bien la tradición soviética y no ha hecho más que remitirse a ella: «el vivo al bollo, el muerto al hoyo». Yeltsin había muerto el día que dejó el poder (como le ocurrió a Kruschev). El único que no se había enterado era él.

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