CRÉMER CONTRA CRÉMER
Tengo otra pregunta para usted
SE ME ACERCÓ SIGILOSO y me preguntó en tono de confidencia, como si se tratara de la estrategia que conviene a nuestras fuerzas en Afganistán: «Por favor, ¿me podría decir, si me lo permite, preguntarle algo que me tiene en vilo? Es que verá usted, tengo una pregunta para usted». Sin permitirle tomar aliento, le respondo: «Eso se lo habrán dicho a usted en televisión. ¡No será usted uno de los cien comprometidos en el ceremonial informativo montado ya en las inmediaciones de las elecciones de mayo!» Y por si al inoportuno tertuliano de calle, le sirviera para algo lo que yo pudiera pensar, sentir, saber y soportar de su interrogación, que me parecía que encerraba una intención nada honorable, le autoricé a que me preguntara.Y se limitó a decirme: «¿Cree usted que es justo, que es socialmente admisible, y que responde a la situación real de España, que el café que se toma fuera del hogar, el cafetito de media mañana valga lo que vale en mostrador?» Opté por reducir mi respuesta a un monosílabo capaz de disuadir al más osado a que se guardara su investigación cafetera para mejor y más lógica ocasión, porque preguntar por el precio del café en España es una temeridad. Y es que no se sabe por qué habilidad estratégica alguien ha impuesto en el interrogatorio nacional la tremenda pregunta: «¿Cuánto paga usted por el café que se toma como complemento del desayuno, cubriendo ese espacio de cabildeos y cotilleos que se ha establecido en los usos y costumbres nacionales?» Y comienzo a manejar cifras, eludiendo cualquier alusión a la curiosidad de que este planteamiento más que administrativo, social, se me haga directamente a mí, que soy ignorante y no tomo café por los nervios. Pero me dicen que el precio del café no es una argucia para atraer la atención de los electores, sino una realidad que descubre el entramado económico absurdo que rige en esta nuestra sociedad, desde que el mundo alucinado entendió que debiera darse por caducado el tiempo de la peseta tradicional para imponer el maquiavélico sistema dinerario del euro. Desde el euro los precios han subido, redondeados todos los días un poco, hasta el riesgo de que esté a punto de producirse el gran déficit, la monstruosa ruina de las clases medias convertidas ya en medias clases. Pero sé que el precio del café en tabernas, bares y centros de cotilleo nacional, se atiene al capricho, al estado de humor del expendedor del producto y del lugar en donde se arriesga usted a tomar café. Piense que el tal producto de divertimiento, en realidad no le cuesta al operador más de veinte céntimos, salvo IVA y municipalidades y que de esa cantidad productora hasta el euro y diez céntimos que le piden los cafeteros existe tal distancia como para marearse. De modo que no se qué decirle. Pero ya me parece a mí que el problema no es preguntarme a mí por el precio de las cosas, sino qué es lo que la gobernación, el poder, está dispuesto a hacer de las cosas. Y lo mejor es cuidarse de los nervios.