Diario de León

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VENGO de un tiempo lejano y cercano, desdibujado o enterrado, en el que había una calle de la Torre (toda ciudad tiene una calle con este nombre) que en sus medios olía a vino vinazo porque allí abría la boca, la trapa y sus trasiegos un negocio de vinos con mucho amecer y embotellar y al que llegaban camiones cargados de cubas, bocoys, toneles, botas, pipas, garrafones... El portalón de aquel almacén iluminado con bombillas tacañas lanzaba a la acera una vaharada que olía agria, agriamente a tapón de esparto empapado en vino... y a madera amarga de las duelas de las cubas que limpiaban. Los operarios gastaban blusones de ese color azul taciturno que tiene la ropa de faena, bata-blusón que entonces también llamaban guardapolvos... qué palabrón tan guapo y equívoco, guardapolvos... que lo añadan a esta moda a la que ahora se apuntan escritores, políticos y cazoleros que están a las caídas, moda de andancios y palabras muertas o agonizantes... pues allá va guardapolvos, coño, mi guardapolvos... porque esto de invocar palabras para salvarlas de su olvido es como apadrinar niños que jamás conoceremos o ni existen... es ir de oenegé por la vida, o sea, de posturita y fervorín... Así que olía agrio aquel almacén, a vino de bregar para el obrero de zanja, vinazo de componenda, algo mejunje muchas veces, vino de a diario, vino barato, que así era todo el vino de aquel tiempo (los paterninas y diamantes eran privativos de tripalaris y contratistas en un bar Madrid de gambita buena). Era tan peleón aquel vino, que se mezclaba con gaseosa no tanto por estirarlo, como por dulcificarlo (a las gaseosas nunca se les ha hecho el honor y la importancia que tienen en nuestra historia del beber nacional, me dijo un día Peñín, que es una enciclopedia y maestro bañezano en vinos; te brindo ese viaje, me dijo). El vino que gustó siempre en León fue el de Toro, vino gordo, entintado, sólido y tan moro, que aceptaba dos bautismos sin menoscabo de fe o color. Cuando Alfonso XI reconquistó las vegas zamoranas del Duero restituyendo al fin el viñedo para su cristiandad sedienta, lo celebraba con un lamento: «Tengo un Toro que me da vino, pero un León que me lo bebe». Y al vino que no fuera toresano se le echaban unos polvos y colaba... ¿Usan guardapolvos hoy los que trasiegan vinos?...

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