Diario de León

CORNADA DE LOBO

Senda de lagartos

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ANUNCIAN que a no tardar se irán fundiendo los glaciares del Himalaya... vaya, vaya, aquí habrá playa, dice el insensato. En estas montañas nuestras hace ya mucho que no se habla de nieves perpetuas; y ni siquiera en los hondones de dolinas y torcas sombreadas por el abesedo de la peña más alta se conserva aquella nieve repisada que le permitía en agosto y hasta en septiembre a Paulino convertir el jou (así llaman en Sajambre al hoyo o joyu que forman como embudo las depresiones kársticas) en la fresquera de su estancia anual en el chozo de arriba, pastos del puerto de Sancenas, fresquita la gaseosa, la sandía y enterrados allí los botellines de cerveza para los que no querían amorrarse a la bota a la hora de la caldereta. Recuerdo haber visto en una o dos ocasiones veraniegas ese jou con su fondo preñado de nieve resistente, y por eso certifico la memoria de Paulino, que es más larga y avisada en tocando a climas e intemperies. Siempre que vuelvo a Sancenas corro hacia esa dolina guarecida esperando encontrar allí el recuerdo blanco del invierno agazapado, pero un bluf de desconsuelo paga el carrerón. Hace bastantes años que no se repite esa nieve de agosto que fue norma y ahora milagro. Ese jou está raspando la cota de los dos mil metros del altitud. Que su neverín se esfume parece explicable si también se funden los alfombrones de hielo que andan muy tibetanos ellos a ocho mil metros del altura. Lo más importante de las nevadas, dice el saber escarmentado de la gente vieja, es que comiencen a caer en noviembre o diciembre para que repise sobre ellas todo lo que caiga después y así convertirse en cobertor duradero y helado que no se corra patas abajo por las laderas cogiendo velocidad por irse al mar, sino que se deshiele con lentitud funcionaria y no se escape lo mayor en la prisa del arroyo torrentón, sino que vaya calando estas peñas calizas que son por dentro como miga de pan con furacos (el pan, con ojos; y el queso, sin ellos), con sus galerías, fisuras, cuevonas o aljibes en la barrigona de la montaña donde suena el reloj de las gotas filtradas. Ellos son la madre de las fuentes de verano y de manantiales que no dejan morir a los ríos en estiajes que ahora se anuncian más criminales al convertir el cauce veraniego en senda de lagartos y corredor de morrillo sediento.

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