CORNADA DE LOBO
¿Vendrá?
GRACIAS a los temas de Bob Dylan y a una guitarra aporreada en plan folk o a lo Woody Gutrie se enternecieron muchas de aquellas veladas nuestras, aquellos guateques progres y, más que nada, las acampadas, qué acampadas con fogata, canutillo y brindis a la luna, de manera que no pocos, con esas melodías, pudieron ensayar amorines declamados o, simplemente, arrimar el material, que es de lo que se trataba al fin y al cabo en aquellos cutres y soñadores tiempos en los que se juntaban más fácilmente el hambre y las ganas que la oportunidad y el pecado. Las canciones del Dylan eran sencillas para quien supiera tres acordes y balbuceara un inglés de Azadinos. Canturrearlas, incluso tararearlas, daba cierto prestigio de estar en la onda internacional, en los pelos sembrados de flores de San Francisco, en el pulso de rebelión pacifista e imposible que latía en Berkley o la Sorbona (para empatar el alarde de alguien que ostentaba haber estudiado en la universidad parisina, no te quedaba otro consuelo que apostillar «¿estudiaste en la Sorbona de París?... ah, pues yo, en la Chupona de Valladolid»). A Dylan le dieron el Príncipe de Asturias. Bien. Que espere Ferrán Adriá, que lleva en capilla de honores tres o cuatro convocatorias. Dylan da rebrillo. La millonada de discos que ha vendido en su carrera garantizan la difusión de una poesía que escrita se hubiera quedado en cuneta de escorrentía y en la cita de tres marginales. Ahora se le reconoce oficial y galardonamente la profunda carga ética que late en toda su obra, su compromiso con la justicia y con un mundo de solidaridad decretada y de poesía en el trato, pero se le tuvo en un principio por chisgaravís de románticas revoluciones, hippy, extravagante o narcisillo. Los poetas de oficio le tildaron de cantante ligero y de telón pinturero del festival ideológico, aunque ya le hubieran propuesto cuatro o cinco veces al Nobel de literatura, de lo que culpaban más al marketing discográfico que al mérito que ahora se le tiene por indiscutible... Dylan, príncipe premiado. Su representante dice ahora que a lo peor no puede venir a recogerlo. Él se lo perderá y no podrá enamorarse, como Woody Allen, de una tierra donde late la canción de puerto y puertu o la copla de lucha y duelo en cualñquier chigre de la Asturias borracha y dinamitera.