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A RIAÑO lo pulverizaron hace veinte años. Desalojo definitivo. A la fuerza, puta fuerza bruta. A mordiscos de retroexcavadora. A culatazos de antidisturbios... entre gritos, insultos, cargas y algunos náufragos en los tejados. Eran gente amiga de Riaño y su montaña o simplemente enemiga del embalsador. Los lugareños se agazaparon, pero hubo coraje y honra disparatada en alguno que blandió su cacha frente al imperio de los guardias o se descerrajó un escopetazo en su cama. Los grupos ecologistas animaron la resistencia inútil. Se escribió mucho entonces. Se pidió foco para lo numantino. Hasta las paredes de Madrid gritaron su «no a Riaño» en spray de noche. La batalla de Lemóniz inspiraba; hubo relevo de antorcha. Lo progre y lo comprometido (o la postura, el escorzo ante cámara) fue peregrinar a Riaño y cagarse en la política hidráulica. Los embalses, se decía, son robo y asesinato del paisaje, aniquilación de pueblos y culturas. Además, la pantanitis fue siempre la inflamación del orgullo del franquismo. La pantanitis, pues, era lo peor; y estar a favor del embalse riañés era resucitar a Franco, así que lo último que se esperaba era a un socialista rematando la obra que Franco no quiso concluir. Pero así fue. Lo hicieron por colgarse la medalla del triunfo sobre el secano ante las gentes de un sur que jamás conoció acequia, gentes movilizadas por el socialismo autonómico para apremiar el cierre, la obra y la redención (¿querían el agua para trabajarla o para vender sus hectáreas revalorizadas por un canal?... pues la siguen esperando). La batalla de Riaño se perdió, pero todos la dieron por ganada, los que quisieron apresar aguas y los que quisieron expresar furias por la detención ilegítima de setecientos hectómetros cúbicos que forman hoy un gigantesco lago artificial (lago, al fin, que con sus reflejos multiplica por dos aquel concejo apretado de picachos agudos). Hace veinte años de la desolación. Se arrasó el vaso del embalse, se liquidó todo, se asoló, ni piedra sobre piedra quedó, ni árboles siquiera. Antes, los pueblos del pantano morían enteros bajo el agua y hoy les señala todavía su espadaña en medio de un rebaño de muros en su esqueleto. En Riaño, no; tablarrasa fue la orden. A demoler. Pero aún restaba el disparate: inventarse un pueblo nuevo, puro teatro.