Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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EN EL VERANO de 1971 Ponferrada era una ciudad un tanto remota. Aislada y caminera, allí el tiempo corría con dignidad y tedio. Pero se podía ser feliz, porque eso casi siempre es posible. La felicidad de que no venga la tragedia, que tampoco se pide mucho más. Y la serenidad de los mayores, no la mía, desde luego, entonces. Porque yo era un muchacho inquieto que se gastaba todo el dinero escaso que me daban en publicaciones. Leía con pasión la revista «Triunfo» y el «Sábado Gráfico», que era también antifranquista, pero trufada de mujeres semidesnudas: lo que se podía. El «Sábado Gráfico» lo dirigía Néstor Luján por entonces. Y un día, en aquellas páginas donde se denunciaban los abusos urbanísticos (casi una broma comparados con los que ahora se perpetran) me encontré con una noticia menor, pero que me hizo mucha gracia. Se titulaba así: «Un holandés se pasea desnudo por Valencia». Luego la información aclaraba poco. Hablaba de una calle, de unas iniciales, de una actuación de la policía, de un escándalo. Porque era muy serio que un hombre anduviera desnudo por la calle en tiempos de Franco. Y de la Iglesia en su gran poder. Aunque una parte del clero estaba contra el régimen: aquellos obispos vascos y navarros, aquellos curas obreros; y las ingenuas gentes cristianas por el socialismo. Un holandés desnudo en Valencia. Yo conocía Valencia de un viaje ocho años atrás, siendo niño. Guardaba imágenes de la playa de las Arenas, de la de la Malvarrosa. Playas entonces caóticas, rodeadas de casetas y barrios de planta baja. Y me imaginé al tal holandés por allí, bajo la fortísima luz mediterránea. El holandés desnudo por la playa. Y por sus aledaños. Y el gran escándalo de las señoras gordas. Y de los hombres de la Falange, o de orden, simplemente. Y la sorpresa feliz de las adolescentes. Y la gran carcajada de los muchachos. Evidentemente, imaginé al holandés erecto. Y alguna mujer se fijó mucho en eso. Hizo comparaciones, qué sé yo. Cuando vine a vivir a Valencia volvió el recuerdo de aquel holandés desnudo. Y lo situé no en la playa, sino en los barrios más céntricos. Y era muy propicio para ello el del Carmen, antaño el barrio del Burdel, cuando Valencia tenía el burdel más grande del mundo. La cuarta parte de la ciudad antigua era prostíbulo. Y todo sin asomo de culpabilidad. Puro y sano paganismo. Porque Valencia es muy hedonista, muy pecadora, y en esa urbe pocos se creen que se pueda ir al infierno por tener malos pensamientos. O por otras cosas. Y ello al margen de si existe infierno o no, que parece que ahí no coinciden Wojtyla y Ratzinger. Y es que si bien el polaco cerró el negocio de Pedro Botero, se cuenta que el alemán ha solicitado la licencia de apertura. El holandés podía vivir en la calle Alta, o en la Baja. En el piso de algunos amigos. O en una pensión sin papeles. Podía estar borracho cuando decidió caminar por las calles del nacional-catolicismo con sus vergüenzas al aire. O podía ser un pacífico provocador. O le parecía lo normal, que también podía pasar. Tal vez el holandés había estado en el festival de la isla de Wight cuatro años antes y había hecho lo que casi todos los participantes: pasar el día en pelotas, embarrado, escuchando música y fumando sustancias prohibidas. Hoy día, por fortuna, si el holandés de entonces saliera por la calle desnudo nadie le diría nada. Provocaría algunas risas como mucho, alguna sonrisa, escasa perplejidad. Y podría continuar calles adelante. Y mirar escaparates, tal vez acceder a que alguien pintara sus posaderas con letreros reivindicativos, para ser, al final, reconvenido por los policías municipales. A taparse. Y el holandés se taparía. O no.

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