LITURGIA DOMINICAL
Un camino para gente esforzada
«Fijo S los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús» (2ª lectura). He aquí una formulación del corazón de la fe cristiana: Jesús es nuestro punto de referencia, aunque no caminamos solos y los demás creyentes, de ayer y de hoy, constituyen la «nube ingente» de testigos que nos acompaña. Jesús «está sentado a la derecha del Padre»; nuestra fe apunta en esta misma dirección y no descansa hasta llegar allí. La heredad de los hijos es la heredad del Hijo, y el camino de los hijos, el camino del Hijo. Aceptar con todas las consecuencias la misión de ser profeta y portavoz de Dios es una dura carga, llena de incomprensiones y de riesgos. Porque mantener la fidelidad a Dios es más difícil que ser fiel a los hombres. El profeta de todos los tiempos ha sufrido persecuciones y desconocimiento de los más cercanos. Le pasó a Jeremías, porque hablaba claro; por eso quisieron hundirle en el lodo del aljibe, para ahogar su palabra. Y le pasó a Jesús, que soportó la cruz y la oposición de los influyentes. Es un aviso para los cristianos en los momentos de lucha o desánimo. Aceptar a Jesús nos lleva a ser presencia incómoda en medio de la sociedad y dentro de la propia familia. El seguimiento de Cristo puede suponer en el cristiano continuidad de sufrimientos, de conflictos, de separaciones, de enemistades. Seguir a Cristo requiere una opción personal consciente. En el evangelio de hoy nos lo dice el mismo Cristo con imágenes muy expresivas. «No ha venido a traer paz, sino guerra». El mismo que luego diría «mi paz os dejo, mi paz os doy», nos asegura que esa paz suya debe ser distinta de la que ofrece el mundo. Nos confirma que ha venido a prender fuego en el mundo: quiere transformar, cambiar, remover. Y nos avisa que esto va a dividir a la humanidad: unos le van a seguir, y otros no. Y eso dentro de una misma familia. Cristo -ya lo anunció el anciano Simeón a María- se convierte en signo de contradicción. Si sólo buscamos en el evangelio, y en el seguimiento de Cristo, un consuelo y un bálsamo para nuestros males, o la garantía de obtener unas gracias de Dios, no hemos entendido su intención más profunda. El evangelio, la fe, es algo revolucionario, dinámico, hasta inquietante. El evangelio es un programa de vida para fuertes y valientes. No nos exigirá siempre heroísmo -aunque sigue habiendo mártires también en nuestro tiempo-, pero sí nos exigirá siempre coherencia en la vida de cada día, tanto en el terreno personal como en el familiar o sociopolítico. Sería una falsa paz el que lográramos demasiado fácilmente conjugar nuestra fe con las opciones de este mundo, a base de camuflar las exigencias entre ambas. Dios Padre ha sembrado en el corazón de los hombres una semilla de vida y de bondad, de felicidad y de alegría, y nosotros nos esforzaremos para que esta semilla germine, grane, se convierta en un árbol copioso. Ésta es nuestra causa. Ésta es nuestra oración en la Eucaristía.