CRÉMER CONTRA CRÉMER
¡Que gobiernen ellas!
ES LO QUE TAL VEZ se le ocurriría pensar y aún declarar a Don Miguel de Unamuno, el descubridor de «la santa costumbre» refiriéndose a la mujer, cuando se han cumplido los primeros trámites del amor. ¡Que gobiernen ellas! Tal vez se le ocurra exclamar a algún apasionado ante demasías que, según dicen, se están cometiendo con la aplicación de la Ley de Igualdad. Los organismos se cubren por muy discretas y preparadas chicas; el comercio, la industria y la política funcionan, en gracia del empuje que imprimen las mujeres trabajadoras; la universidad y la cultura en general adquieren una influencia decisiva así que la mujer interviene con todos los derechos que le son atribuidos y que ella conquista con un tesón y un valor que mueve los espíritus. La mujer, la señora estupenda y la menos estupenda mujer, han conseguido imponer su sello, su signo, su diagnóstico. La mujer es la que nos salva, la que nos atiende, la que nos proporciona la gloria de los hijos, cuando los hijos son una gloria y cuando se comportan como cafres. La mujer, señores que me estarán leyendo, es la madre del cordero de la sociedad actual y por mucho que escarbemos en sus composiciones, encontraremos siempre una figura de mujer bienhechora. No existe rivalidad, sino fundamentalmente superioridad femenina en todos los azares de la aventura humana. El hombre, como en la edad del matriarcado, abandona armas para cuidar la tienda y el fuego del hogar, mientras la walquiria armada hasta el cuello brega y pelea. Tal vez por un fenómeno de contagio, el espíritu arábigo se está apoderando de la parte masculina que aún le quedaba a la sociedad y como el buen heriurriaguel decide: «Mujera trabajo, hombre guerra». Y en esas estamos. La mujer es la portadora del guión de la victoria y ya se vuelven a escuchar las coplas de «gigantes y cabezudos», donde se denuncian los hechos como eran, como son: la mujera trabajo, el hombre guerra». Y el mundo dando vueltas, dando tumbos, mientras se ensaya la letra del himno: «Si las mujeres mandasen/ en vez de mandar los hombres serían balsas de aceite/ los pueblos y las naciones¿» Cuando en los momentos cruciales de esta batalla campal que suponen las elecciones, observábamos la energía con que las señoras y señoritas defendían su derecho al cargo «que tenían en el Concejo» y comparábamos esta disposición batalladora con la pereza, la desidia o la incompetencia de la casta masculina y neutra, nos parecía perfecta la proclamación unamuniana de «Que gobiernen ellas». Porque una vez más se puede decir que «María Cristina nos quiere gobernar». O si se quiere, la frase lapidaria de Kipling: «La más tonta de las mujeres puede manejar a un hombre inteligente, pero sería necesario que una mujer fuera muy hábil para manejar a un imbécil».