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Publicado por
ROBERTO BLANCO VALDÉS
León

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EN POCAS ocasiones, como cuando se producen grandes catástrofes naturales, puede apreciarse el abismo que separa a los países ricos de los pobres. Las catástrofes naturales son una prueba de fuego para los estados del planeta, que, con muy pocas excepciones, se comportan ante ellas como en realidad cabría esperar: los desarrollados, minimizando los efectos del horror mediante una intervención rápida, coordinada y eficaz; los subdesarrollados o en vías de desarrollo, siendo incapaces de evitar que a la destrucción derivada de la furia de la naturaleza se añadan de inmediato los estragos -hambrunas y epidemias-que nacen con el caos posterior a la desgracia. Tristemente, las cosas son así y nada hay que permita vislumbrar que vayan a cambiar en un plazo razonable. Si a ello se añade el hecho de que algunas de las zonas menos desarrolladas del planeta son las más expuestas a ciertas clases de tragedias y la circunstancia de que es raro el año en que no hay una o varias catástrofes naturales, la conclusión es fácil de obtener: la de que resulta inexplicable que no exista todavía una organización internacional destinada a hacer frente a las consecuencias evitables de los inevitables desastres naturales. Muchas veces he pensado en la necesidad de hacer realidad la sensata idea que proponía aquí Xosé Luis Barreiro hace dos días: la creación de fondos materiales permanentes que los Estados puedan movilizar en tiempo récord. Creo incluso que, siendo realistas, deberíamos aspirar a lo posible. Y que, con los actuales medios tecnológicos, es posible que a esos fondos nacionales se unan bases internacionales, administradas por una organización creada ad hoc con tal objeto, que además de coordinar la utilización de los fondos nacionales, dispongan de recursos propios, estables y siempre preparados para hacer frente a cualquier calamidad en cualquier punto del mundo. Es sólo cuestión de dinero, es decir, de voluntad política por parte de quienes pueden decidir. Renunciar a esa medida es aceptar que cada vez que se repita una catástrofe en un país pobre se repetirá también el triste espectáculo al que ahora estamos asistiendo en Perú: el de la ayuda internacional estropeándose (o robándose) en unas zonas del país mientras en otras sufren una absoluta privación de lo más elemental.

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