Diario de León

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HAGAS lo que hagas, al final sólo te recordarán por una anécdota. Lo dijo no sé quién, pero es una de las siete verdades demoledoras sobre las que se asienta la vida... y la muerte. Umbral deja ochenta libros y un carrao de artículos con los que empapelar tres catedrales, artículos hechos de pasión, pensamiento y malabarismo que escritos están y escritos quedan. Sin embargo, cada cual tenemos nuestra anédota de don Paco y seguramente echaremos mano de ella si sale el duelo o la cita en la conversación. Mejor así, abreviando el trámite, que rendirse a sus evidencias. Tras saberse la noticia de la muerte de Umbral, hubo en los tendidos pañuelos; sólo unos pocos salieron del bolso a por lágrimas; los demás decían adiós con teatro y gran frase o directamente pedían que le cortaran las orejas al morlaco caído en tablas dictando su último estertor... pañuelos de la derechona... y de la izquierdina que pació en sus opiniones aquel rojerío cañí que él sembraba. Porque Umbral dio mucho mimo y munición al rojete falseras y posturitas que, sentado en su banco, le aplaudía con las palmas de los pies en aquellos principios; le bebían para embeberse. Pero no le perdonaron que sacara tralla y fustigara a las mulas de tiro de aquella diligencia que desde la frontera de un desierto democrático inició la conquista de algún oeste, a falta de otro norte. Ya cuando dejó El País , le anatematizaron: «yo no leo a ese cabrón podrido de soberbia». No hay peor odio que el que se receta por mano, boca o cuchillo de quien profundamente te admiró. No es malo que Umbral se haya ido sin encendidos aplausos de los tirios y con maldiciones de los troyanos, pues quiere decir eso que tenía su vereda, su zigzag de poliédrica ironía en el que se perdía necesariamente todo el que le fuera buscando con obsesión de encontrarle. ¿Quién le replicaba (apuñalarle es otra cosa)? ¿Quién no mamó en sus invenciones de lenguaje, quién no quedó enredado o complacido en sus malicias de cacumen y gramática?... Umbral aún no tiene santuarios ni clamores de admiración, pero se ha ido moviendo el aire con un gigantismo literario que no habrá necio que lo niegue. Por mi parte, me ciño al adiós con un diez mil gracias, don Paco, por tanta maestría y tanta rabia fina y necesaria para decir cosas y saber decirlas.

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