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Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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La ruta de la madurez cristiana tiene sus inicios en la humildad. Es de san Agustín la sentencia según la cual, en el camino de la liberación y de la verdad, el primer paso es la humildad, el segundo la humildad, el tercero la humildad... «y cada vez que me lo preguntes te diré lo mismo». Tenemos proyectos, ideales, decimos palabras bellas y proclamamos principios morales; pero todo se estrella a menudo contra la realidad: caemos en el pecado que acusamos en los demás. La humildad poco tiene que ver con andar con la cabeza y los ojos agachados; la humildad consiste en saber ocupar el lugar de criatura. Cuando se ocupa el propio lugar, uno se encuentra en disposición de encontrar a Dios. Esta disposición es fundamental para levantar el edificio de la fe, porque la misericordia de Dios sólo fructifica en la humildad. Recordemos que la revelación se dirige a los humildes: «Padre, te doy gracias porque has escondido estas cosas a los soberbios y entendidos y se las has revelado a la gente humilde...» (Mt 11, 25). La humildad que sitúa en la verdadera condición, en la realidad de pecadores, no conoce la desconfianza y se desarrolla en medio de la alegría. Ayuda a vivir en la esperanza y la alegría, puesto que hace posible sentirse amado por Dios. Hace descubrir al creyente a qué dignidad ha sido llamado y cuál es la vocación y nobleza a la que el Señor le invita. Humildad es ensalzamiento y grandeza; es posibilidad, receptividad, docilidad, deseo de la venida de Dios..., realismo de la necesidad. Lo contrario de la esperanza es el orgullo. Humildad es medida exacta de las propias cualidades y capacidades. La vanidad, la autosuficiencia, la ambición, el orgullo, la soberbia... son actitudes que hay que examinar. Los que somos invitados por Cristo a su mesa deberíamos poseer la virtud del «último puesto», que nos hace reconocer sinceramente que nuestro «curriculum vitae» no es notable, que es hasta contradictorio. Ante Dios no valen pretensiones ni suficiencias, sino coherencia y humildad. La invitación nos llega no por merecimientos humanos, sino por gracia. La humildad cristiana no consiste en cabezas bajas y en cuellos torcidos, sino en reconocer que debemos doblegar el corazón por el arrepentimiento, para que nuestra fe no sea pobre, nuestra esperanza coja y nuestro amor ciego. La humildad es la consecuencia sabia de aquel que sabe constatar las propias limitaciones, y lo ve mucho más claro aquel que se da cuenta de su situación ante Dios, como criatura a quien debe la vida, y como pecador a quien debe la paciencia y el perdón.

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